Jimbo. Edificio Iris. 23 de junio. No parece ella, pero tampoco parece que pueda reprochárselo. Piensa igual que antes, pero ya no tolera que yo aún no piense como ella. Creo que se culpa a sí misma por haber sido tan torpe. Camina de un lado a otro de la azotea, buscando las palabras. El aire es más frío de lo que cabría esperar. Casi las dos de la mañana. Soy el típico varón treintañero mortal. Importante sólo para mí mismo y un grupo reducido de personas. Una menos a partir de ahora.
Lo que se llama un perfecto donnadie y su recientísima exnovia.
–No sé explicarte por qué –dice ella; lo repite, en realidad.
Ella sabe perfectamente por qué, lo sepa explicar o no. Se autodefine insistentemente como feminista. Desde hace unos seis años. Ella misma me lo contó y al principio no le di importancia. Me parecía positivo, muy de izquierdas, aunque dijese haber visto la luz como San Pablo.
De repente todo le molestaba, o le parecía injusto, o le daba miedo. Los desconocidos, la carne, la serie Friends, los escotes femeninos, las familias tradicionales, las películas, los videojuegos, la comedia, las personas… La lista nunca termina, porque de eso va lo de ver la luz. Todo cambia. Por fin entiendes. Y el resto, no.
Lo irónico es que no es nada nuevo. Todas las épocas tienen su religión.
–Da igual –digo ahora, como un bobo–, no pasa nada.
Estábamos en una fiesta, hará diez minutos, dos pisos más abajo, formando parte de la vida social de Periferia y Sonora. Sólo cierto abuso puntual del alcohol, curros necesarios pero nunca vocacionales, algunas quejas recurrentes, algunos críos en casa con sus canguros, no pocas fotos para Instagram. Ninguna novedad, hasta ahora.
–¿No pasa nada? –quizá algo cabreada.
Estábamos todo el grupito, bebiendo y hablando, ironizando, hablando de “los límites del humor”, de que entre amigos no hay límites, que eso es más bien cosa de los micrófonos y las cámaras.
Comenzamos a intercambiar lo que ahora llaman: chistes racistas. Todos los chistes antes eran simplemente chistes, contexto.
–No, no pasa nada –insisto ahora–, creo que ya lo veía venir.
–¿Y ya está? ¿Después de dos años juntos?
¿Cómo era? Rodeo con el brazo a un colega y le pregunto: ¿cuántos judíos hacen falta para cambiar una bombilla?
Ni siquiera recordé bien el remate.
–Julia, ¿qué quieres que te diga?
Una pausa dramática. Quizá una reflexión sobre la última estadística de mujeres asesinadas por hombres blancos. Puede que un pensamiento sobre Palestina. Eso lo aprendí rápido de ella: elige las causas igual que elige la ropa.
La cosa se empezó a resquebrajar hace tiempo.
Hace unos seis meses, borracha, definió en voz alta lo que es una mujer. Sólo necesitó una frase. Más tarde lloró hasta dormirse. Su mejor amiga cortó con ella acusándola de tránsfoba; no sirvió de nada la subisguiente explicación sobre la evidente existencia también de mujeres trans. Ya había hecho la división fatal: mujeres y mujeres trans. Yo lo vi todo desde el ostracismo, la oveja negra treintañera. Un tío blanco hetero normalmente no tiene arreglo, y un aliado es como una lagartija: sigue corriendo sin importarle que le hayan cortado la cola.
¿Y ahora qué hago? Me quedo mudo. Hoy lo único que he hecho es lo que siempre te aconsejan: ser tú mismo. Y no es que siempre haya sido igual. Últimamente me hacen gracia los chistes verdes, adoro las películas antíguas, disfruto las rabietas de la gente cuando se ofende. He practicado la abstención ya dos veces. Me he vuelto un auténtico pecador para la nueva religión.
Al final de la noche me siento entumecido. Justo antes de dormir me parece que hace siglos que ha pasado todo.
María Cadalso. Ansiedad. 5 de julio. Es viernes por doquier. Todo está lleno de memes y videos, dibujos animados ideologizados, optimismo digital multipantalla, el negro que salta del coche y se contonea en traveling lateral… Yo soy de las que libro los fines de semana. Pero ya no son como antes. Camino a los cuarenta, la vida se hace demasiado tangible. Percibes un nuevo reloj. Y no es que yo quiera tener hijos, pero ya no veo ese asunto de la misma manera. Me he negado a tener perros o gatos, sobre todo gatos. Es como si fueran síntoma de un destino inevitable. La línea entre Sexo en Nueva York y la loca de los gatos es más fina de lo que parece. Quince años más de vida y dejas de ser guay estando sola. Incluso siendo mujer. Ahora las tornas han cambiado. ¿Hay alguien más empoderado que yo?
En algunos pueblos aún las llaman solteronas. Aunque también hay solterones. La diferencia es que estos últimos no cuentan ni para tenerles pena. Últimamente me he encontrado pensando en esas expresiones y etiquetas tan de antes, decidiendo si realmente tenían sentido. ¿Qué define al fin y al cabo la palabra solterona? Soledad + Tiempo = Escasez de oportunidades.
Ahora se niega la mayor cuando se habla del físico de la gente. Se supone que a todos nos gusta todo. Así de progresistas somos.
Sólo tengo treinta y seis años. Tampoco es para tanto. Y no es que coleccione exnovios clavados por las alas en un tablón como Sarah Jessica Parker pero con el culo más gordo.
El tema es que yo pensaba: bueno, que no tengas pareja no significa que vayas a estar sola. Excepto por el hecho de que el noventa y nueve por ciento de tus amigos están emparejados, o casados, atados a uno o varios bebés, y luego a niños de cuatro años que corren veloces hacia la carretera más próxima, deseando ser atropellados al estilo Cementerio de animales.
El tiempo de esa gente está MUY tasado. No sé cómo explicarlo mejor. Todo el mundo es muy guay de joven, solteros, ingeniosos, follando por ahí, o hablando de follar, o callando, o chismeando, despreocupados, ¿quién iba a querer tener la vida de sus padres?
Pues casi todos.
Y los poquitos que no, es facilísimo perderlos de vista. Cuando tienes veintitantos, tu circulo de amigos y conocidos puede ser de treinta, cuarenta personas. A los treinta y pico, la cosa baja de diez, y empiezan a surgir escollos: deudas, mascotas, resoplidos, cacharrería adulta. Y sin embargo esa gente no cambiaría todo eso por ti ni borrachos de su alcohol favorito.
No me extraña que surjan todos esos perfiles de podcast modernito reivindicando estilos alternativos de familia. Son tan frikis que no se ven emparejados y con hijos ni de broma. Quieren que su familia esté formada por una amiga fiel del cole, un chico negro gay, un enano, una señora del bloque y Samantha Hudson. Todos reunidos el treinta y uno de diciembre para la cuenta atrás en Times Square. Demasiado guays para uvas.
Eso sería genial, y a nadie le importaría. Lo que lo hace imposible, parece ser, es que los demás sigan por ahí fornicando al estilo hetero y teniendo hijos como si fueran los años 50.
No seré yo quien diga que algunas nos hemos visto presas de ese enfoque tan moderno que te deja sola ante el mundo. Porque suena fatal, ¿no? Como rancio, raro, desubicado. Y sin embargo, ¿ya está?, ¿esto era? ¿Y ahora qué? ¿Buscar consuelo entre minorías? Si estás soltera a cierta edad, ¿no acabas siendo parte del colectivo? ¿Para cuándo mi sigla y mi color en la bandera?
Mi ex más célebre me dijo que estaba demasiado cómoda sola. Que si eso era lo que quería, él no tenía problema en quitarse de en medio. Para ese entonces ya estaba más que mosqueado, y la verdad es que cualquier novela chusca ya me hacía más gracia que sentarme a beber café con él. Y eso que al principio me parecía un tío de lo más atractivo. Escribía unas cosas tremendas (aunque nunca ha publicado), como una especie de Hubert Selby Jr con un buen paquete. Veinte centímetros no muy bien empleados, quizá, pero reales.
Si me preguntan, únicamente diré que el tamaño no importa, y que estar sola es fenomenal. Lo juraré ante los nuevos dioses. El futuro es mujer, y tengo un montón de amigos no normativos con los que ver la bola bajar en Times Square. El verano va a ser extraordinario. Llevar este culazo de un lado a otro no podría apetecerme más. ¿Vale?
Paulino. Delorean. 6 de julio. De un día para otro, descubro que tengo que volver al pueblo. Yo fui uno de esos niños con pueblo. Todos los veranos, y a veces en Semana Santa. Mis padres se criaron y conocieron allí, y en cuanto pudieron, se largaron. En parte por pasta, y en parte –o al menos a resultas– para tener algo que echar de menos. Un lugar al que volver. No es que ellos lo cuenten así, pero yo sí.
Recuerdo sacarme el carné de conducir. Estoy bastante seguro de tenerlo en la cartera. Pero soy uno de esos varones raritos a los que les importa un carajo el fútbol y no conduce. Así que no tengo coche, hago uso habitual del transporte público. Como mis padres tampoco conducen ya, el viaje de diez horas hasta el pueblo tiene que ser en autobús.
Mis padres odian el tren, no quieren trasbordos, bajarse en sitios, esperar otros trenes, leer rótulos, mover bártulos o arriesgarse a meter el pie entre coche y andén. Son cada vez más viejos y tienen cada vez más miedo. Imagínate: tener más miedo que yo.
Aunque yo por lo menos lo disimulo bastante bien, y sospecho que en el fondo todos viven cagados de miedo. Hoy más que nunca.
El miedo está de moda, o más bien llorar, llorar está más de moda que la heroína en los ochenta; encogerse, acobardarse, todos hablan de lo valiente que es llorar sin parar, paralizado como un pasmarote. Eso, hoy en día, a efectos ideológicos te convierte en un superehéroe. Eres un ser humano más valioso cuantas más lágrimas viertas. Si eres hombre, porque eso te humaniza (por fin), y si eres mujer, porque los tiempos están cambiando sin duda para mejor. Por fin vives aterrorizada como es debido. Como dicen los activistas (entre sollozos): hay mucho trabajo por hacer.
Algunos se forran de lo lindo con eso.
Me llamo Paulino. Un amigo de la infancia decía que era nombre de gordo gay. No seré yo quien le quite la razón, pero no me sentó nada bien, a pesar de tener muy pocos puntos en mi carné de homófobo. Igualmente ahora todo el mundo es homófobo. O tránsfobo. Te tiras un pedo en un ascensor y alguien dirá que le estás matando. Homófobo, tránsfobo, misógino…
O fascista. Ahora significa menos que decir Coca-Cola o paella.
El uso de las palabras cotiza a la baja. La gente no quiere palabras, quiere martillos, yunques, quieren sonar molones, contundentes, como adolescentes perpétuos en una historia interminable de buenos y malos.
A mí todo eso me encantaba cuando tenía diecinueve años. Era siempre el más politizado de la habitación. Iba a las manifestaciones, repartía cuartillas, era el más cabezón de la universidad. Quería cambiar el mundo, pero el mundo se encargó muy rápido de hacerme consciente de mi tamaño, de mi profunda ignorancia.
Por aquel entonces estaba gordo, por cierto, pero era más hetero que la PlayStation.
No hacía un viaje tan largo en autobús desde el viaje de fin de curso a París. Como aquella vez, esta vez también hago noche y no logro pegar ojo.
No me siento como pensé que me sentiría pasados los treinta. Hoy menos que nunca. Pero a decir verdad, nunca hice planes en ese sentido. Me pasé toda la infancia y adolescencia aturdido, esperando a que llegara el fin semana. No entendía en absoluto mi vida, ni qué se suponía que debía hacer con ella. Recibía directrices, es cierto –incluso órdenes, a veces a guantazo limpio…– , pero todas tenían que ver con lo jodido que sería el futuro si no me jodía concienzudamente el presente. No entendía la lógica bajo ese discurso. No conocía adultos que dieran la impresión de estar recogiendo lo sembrado con alivio.
Cuando ya estamos en un taxi camino a la casa, aun de madrugada reconozco algunas cosas. Algunos contornos. Hacía casi veinte años que no venía por aquí.
Estaba deseando volver. Me aterraba volver.
Jimbo. La calle. 12 de julio. Se esfumó como una espía que ya hubiese hecho su trabajo conmigo. Estaba harta, y bien pensado yo empezaba a estarlo. Era una especie de guerra fría identitaria. Jamás nos podíamos olvidar del hecho de que ella era una mujer y yo un hombre.
Es más: ella no era una mujer, era TODAS las mujeres de toda la historia, y yo era responsable de los actos atroces de todos los hombres habidos.
Era para volverse loco.
Puede que esa actitud sirva para “mejorar el mundo”, no lo sé. Pero desde luego no sirve para convivir con nadie que tenga sangre en las venas.
La verdad es que pensé que me olvidaría antes de ella. Me encuentro vagando por la ciudad cada vez que puedo. Me cuesta concentrarme viendo una película o leyendo. Creo que mi cerebro sí ha pasado página, pero algo en mi cuerpo –en el estómago y el pecho– aún no está listo.
Por si fuera poco, hace diez días desperté con un tremendo dolor de espalda.
Obviamente comencé a pensar en la muerte.
Fui a urgencias y me dijeron que sólo era una contractura. Nada grave, pastillas. Luego me pasé dos noches sin dormir.
A un tris de montar un club de la lucha, la tercera noche caí como un bebé. Pero desde entonces aún camino algo encorvado, y aunque esté sentado tengo que cambiar constantemente de postura.
Camino por la calle mirando al suelo, sudando. El calor ya ataca con ferocidad. Los tíos del barrio, de las cafeterías habituales, me preguntan. Nada, digo, la puta espalda. Cosas de adultos. Cosas de varones adultos dolorosamente anónimos. Se me ha pegado un poco la cosa identitaria.
Me da la impresión de ver cada vez más tíos solos. No precisamente jóvenes. Saltando de curro en curro, evitando tener grandes gastos. Jugando con calderilla a diario, como mucho. El café, la cerveza.
La atenta china que regenta uno de los bares, me dice:
–Hombro ¿dolor? –se lleva la mano a su propio brazo minúsculo.
–Pues sí. Bastante dolor.
–Oh. Fisio tienes que ir, guapo.
Lo he escuchado ya más veces que a personas conozco. Mi cartera cambia de posición en mi bolsillo cada vez.
Cuando coincido con amigos, les cuento mis dramas para hacerles reír. No hay amargura en ello, no sé hacerlo de otra manera. Bebemos unas cervezas. Si estoy solo bebo café, pero con gente necesito cerveza. Procuro aprenderme el nombre de sus hijos, si los tienen, no hablar mucho de política, repetir alguna anécdota que no haya salido a relucir desde hace un tiempo. Puedo hablar de pelis y libros, quejarme de la carrera de James Cameron o recomendar la novela que sea que me esté intentando leer.
También puede surgir la nostalgia. No estoy en contra de la nostalgia. Aunque me pregunto si lograré volver a estar en forma. No solo a estar sin dolor, sino a sentirme ágil, sano, como de mi edad.
He oído que es posible.
María Cadalso. La playa. 13 de julio. Nos hemos acercado a Sonora (no la de Méjico, claro está). El mar siempre encierra promesas. Al menos para quien vive lejos de él. Llegas poco a poco en coche y ves esa línea azul en el horizonte. Te quedas mirando como un perro tonto.
Voy la mar de confiada, hasta he traído biquini. Nunca pienso mucho en ello. O no lo hacía. Hay tías como yo que se pasan la mitad del tiempo con la palabra curvy en la boca. Ahora todos quieren formar parte de algún colectivo aunque sea remotamente ideologizado. Pero son mucho peores las activistas del “body positive”. Esa especie de hervidero de complejos a modo de ladrillos para construir una suerte de pozo posmoderno del que extraer futuros traumas.
Otra cosa es esa obsesión que tienen con los tíos las tías ideologizadas que aseguran cada vez que pueden no necesitar a los tíos para nada. Nunca he visto a nadie pensar tanto en los tíos. Me maravilla. Ni siquiera los tíos piensan tanto en sí mismos.
Pero somos las demás, parece ser, las que estamos siempre pendientes de los pavos. Es un ejercicio de proyección constante. Además de un discurso irrelevante. Las tías piensan en los tíos, a veces, y los tíos en las tías. Fin de la historia.
Los problemas artificiales te preocupan en la medida de lo privilegiada que seas. El resto sólo queremos reír y darnos un baño, joder.
Ver las cosas esenciales se ha convertido en toda una tarea. El mundo mediático cada vez está más lejos del real (no digamos el político). Ahora estamos en la playa de lo real. Tres toallas. A mi izquierda, Marisa, una tocaya en lo físico y ninfómana amateur. A mi derecha, Cristina Cadalso, mi prima, pibón oficial, le darían el título si existiera, habitual del gimnasio, sin hijos (ninguna los tenemos), rubia como el pubis de Silvia Saint y atractiva como una Sidney Sweeney con diez años más. Eso incluye ese aire tristón en la mirada que la hace parecer inaccesible, y por ello aún más atrayente. A su lado eres hetero sólo en teoría.
Para los hombres es como el reactor de Chernobyl.
O eso dice ella. Y no me cuesta creerlo. Los tiempos han cambiado, pero creo que no como mucha gente cree. Las personas se han distanciado a varios niveles, y no solo por la dichosa Internet. La pereza ha aumentado cuando se trata de acercarse a los demás. Ha pasado de ser un gesto a una partida de ajedrez. Y de eso a un debate político entre civiles sin nada que sacar de la política.
He oído a Marisa más de una vez dejarle claro a un tío que no es feminista. Cuando ella ni siquiera piensa en esas cosas. Sólo le llegan voces del mundo mediático, y no quiere hablar con tíos que duden.
Prefiero ser una facha que folla que un modelo de conciencia, y no quiero saber nada de aliados.
Tengo frases de Marisa en el móvil. A veces las saco y ella misma se hace la ofendida. En la realidad se puede jugar a eso sin problema, porque sabemos que nadie es facha, ni siquiera feminista, igual que no son agentes secretos ni ministros. Aunque repitan eslóganes y discutan. Dices que eres cosas, y hasta te puedes enfadar, pero no haces NADA al respecto. Haces lo mismo que todos. Y esto incluye a quienes dicen estar tan preocupados por el cambio climático. A menudo son los que más aviones cogen.
Demasiada gente hablando demasiado.
Antes la gente era lo suficientemente inteligente para no etiquetarse con facilidad. Ahora se ponen un pin y lo más que han logrado es perder amistades.
Paseo mi culo hasta la orilla. Algunos tíos miran un momento, otros buscan otro tipo de perfil. Si fuera más lista engordaría veinte kilos más y me haría activista contra la gordofobia. Un par de podcast jugosos, quizá un carguito en política. Creo que conozco algún enchufe.
Estaría mintiendo si dijera que no hay tíos de sobras dispuestos a bucear en estas carnes. A muchos les gusta el pecho prominente, y los culos grandes están bastante de moda. Mientras pienso en mi culo (creo que pienso demasiado en él…), veo a mi prima a unos metros. Saluda con la mano mientras entra en el agua. Al menos una veintena de tíos fingen que no miran. Hay que reconocer que ella está en el mainstream. Pone de acuerdo a los aburridos y a los parafílicos. A los monógamos y a los pretenciosos. A los inocentes y a los mentirosos.
Todos mirando de lejos. No sabrían qué coño decirle. Su última pareja seria era un cómico relativamente famoso. Yo no lo conocía, y de hecho ella tampoco. Él sólo se armó de valor porque pensaba que era una especie de celebridad. Lo cierto es que a la mayoría de famosos ahora no los conocen ni en su casa. O los conocen diez millones de niños de trece años repartidos por todo el mundo. Y nadie más.
A mí me daría igual, pero Cristina está preocupada. Teme que sólo ese perfil de pseudofamoso se atreva a hablar con ella.
–No tengo nada en contra de los youtubers o los streamers –dijo una vez–, pero preferiría un hombre que no hiciera fácilmente el corazoncito con los dedos de las manos.
Cuando nos damos cuenta, Marisa está sentada en toalla ajena. Se arrima a un chico rubio claramente extranjero y más joven que ella. La mira exactamente como ella quiere. Ríen más que hablan. Ya se ven en posición mientras él muerde el envoltorio de un condón.
Me decido por fin a entrar en el agua. Procuro flotar boca arriba con rolliza elegancia. Logro dejar la mente en blanco durante un minuto. Me roza un alga y pienso en Spielberg.
Paulino. Motivos y deleites. 8 de julio. Pedí mis días en el curro. Nadie entendía nada. Nadie quiere aparecer por allí en agosto por voluntad propia. Estaba desperdiciando parte de mi tiempo de calidad. Tenían toda la razón. O eso pensé.
Mis padres me habían llamado. Vendían la casa del pueblo. Necesitaban brazos jóvenes. A última hora los compradores pidieron desalojar los muebles. No sé cómo no lo vi venir. Normalmente me adelanto a las putaditas, a los imprevistos tocapelotas.
Volver al pueblo se me antojaba una experiencia chocante. Obviamente no por mover muebles.
No sabía con quién me iba a encontrar. No me apetecía afrontar reencuentros, ver la versión adulta de chavales y chavalas que aún tenían la mirada llena de vida a principios de los dos mil. No quería ver en qué se había convertido toda esa diversión, esa jodienda, esos inicios a varios tipos de placer o dulce amargura.
Hay gente que nunca envejece ni muere para ti. Los dejas de ver a los diecisiete, a los veinte años. Siempre tienen el mismo aspecto fresco y lleno de futuro en tu mente. Pero ahora quizá topara con alguna de esas personas. Su versión de treinta y muchos, de cuarenta. Lo peor suele estar en los ojos. Ellos siguen vivos, sanos, puede que incluso les vaya bien, pero algo ha desaparecido de sus ojos.
Ellos quizá intuyen que ya no tienen eso, pero tú lo ves claramente.
Tampoco es que hubiera pensado tanto en ello, no tenía nada claro que fuese a volver nunca al pueblo. Imaginaba que quizá lo hiciera de muy mayor, por pura nostalgia o curiosidad.
Cuando bajé del taxi con mis padres, el mero olor de la calle actuó como una droga que mi yo físico reconocía pero no entendía. Si tenemos a ese dichoso “niño interior”, ese era el que, hambriento, entendía y se estaba alimentando de ello.
Una mezcla de aire mucho más limpio que el urbano, abono y el perfume de vete a saber qué árboles y plantas.
Estaba extasiado. Murmuraba: fíjate… fíjate… fíjate…
Sin ser amante de bandera alguna o nacionalista, y estando menos politizado que nunca, puedes estar enamorado de un lugar. Aunque no lo reconozcas o sepas articularlo, tu historia personal, sin ser espectacular, basta para que sientas ese vínculo evidente entre tu yo físico y esa calle concreta, esa perspectiva, las casas, el cielo anormalmente estrellado. Eres más consciente que nunca de la ignorancia profunda de aquellos que creen que todos los pueblos son iguales, o que no hay nada bello o profundo en el sentido de pertenencia a un lugar.
Nunca aquellos que se autodenominan «ciudadanos del mundo» me han parecido más imbéciles.
Por esto que siento, ha habido incontables guerras. Identidad territorial, preservación, esencia. La mayoría ideas sobre todo conservadoras. Nada que puedas entender con dieciocho años.
Era patente mi contradicción, las más grande que albergo. Cuando era crío nunca quería venir al pueblo. Aunque luego aquí lo pasara teta. Era imposible que supiera que aquí cosecharía al menos la mitad de mis mejores recuerdos de infancia y adolescencia.
Entrar en la casa fue el paso definitivo, como Dorothy cuando salía de la suya. De blanco y negro a color.
Encontré la otra mitad perdida de mí.
Jimbo. Brat Pack. 19 de julio. Intento alcanzar el equilibrio mental necesario para escribir. No es como querer estar cuerdo. Muchos escritores inmortales ni siquiera eran civiles funcionales.
Pero sabían escribir.
Mucho más que eso: sabían crear arte, generar auténtico deleite estético. Y todo sin que lo pareciera; te dabas cuenta de ello cuando llevabas horas enfrascado leyendo. Han hecho falta millones de clases de malos docentes hablando de esos autores para que parezcan aburridos.
El equilibrio escritor es precario. Como si tuvieras que elegir entre una cosa u otra. Te manejas en la vida o te vuelves creativo.
El caso es que he pensado que escribir me ayudaría a seguir adelante. Podría volver a verme como un ser autónomo. No independiente, porque independiente, estrictamente hablando, no es nadie. Pero podría aprovechar para hacer esas cosas que requieren de soledad.
Hace más de un año que no escribo nada. Un cuento, una pedrada o pedantería. Lo echo de menos.
Tengo montones de ideas, ocurrencias, quejas, rabia, buenos recuerdos, anécdotas. No soy lo que se dice un chavalín que quiere escribir pero no ha tenido experiencias de las que alimentarse. Tengo para llenar doscientas páginas sin parar para respirar.
Pero en lugar de eso me quedo hipnotizado viendo viejas entrevistas en youtube a Judd Nelson, a Molly Ringwald, a Demi Moore. Entre otros. Todos la mar de jóvenes, intentando digerir la fama, poniendo buena cara ante David Letterman, Oprah, Larry King, incluso ante un ya veterano Johnny Carson. Me quedo perplejo y fascinado viendo a Judd Nelson hablando entre risas sobre tabaco, encendiéndose un pitillo en The Arsenio Hall Show. Me parece el chaval más atractivo de la historia.
No sé si veo su juventud o la mía. Pero yo no era joven cuando lo era Judd Nelson. Esa clase juventud –la versión mediocre– me llegó como en los 2000.
En lo que reflexiono, busco a mi ex en redes sociales. Mera curiosidad enfermiza. Ha hecho un buen trabajo de bloqueo y fuga. Ha pasado a la otra vida sin necesidad de morirse. Lo que me pregunto es qué hará si un día nos cruzamos en los sitios habituales. Aunque bien pensado, tampoco eran la clase de sitios a los que yo solía ir. Iba más bien por ella. Era como escuchar a las personas que van a salvar el mundo pero apenas se salvarán a sí mismas. Ningún fumador entre ellos. Yo era el único no-vegano.
Judd Nelson sacude el flequillo y dice algo en inglés. No tengo ni idea, pero todos ríen, todo está en su sitio. O no, pero nadie llora de forma gratuita. Eso se agradece de los viajes al pasado.
Abro una página digital en blanco. Judd sigue de fondo. Arsenio parece disfrutar con el blanquito del El club de los cinco.
Estoy sudando, en calzoncillos, en baja forma, empiezo a teclear. Era la imagen que buscaba. Empiezo a gotear sobre el teclado. Me estoy duchando día sí día no. Echaba de menos ese olor que no está diseñado en un laboratorio.
Escribo algo turbio, violento, me gusta la construcción, la amoralidad que exuda. No creo que sea bueno, pero sin duda se siente bien. Puedo recomponerme –pienso–, sólo olvídate de los demás, la gente normal, recuerda todo lo que NO sabes. Échate agua en la cara si empiezas a sentirte encerrado. Pregúntate: ¿qué haría Molly Ringwald? ¿Cómo se controlaba Emilio Estévez?
No escojas el camino de la autoindulgencia. Elige ser Demi Moore, elige ser Rob Lowe. Ellos respondían con una sonrisa ante la presión.
Cuando levanto la cabeza, he escrito quince páginas en Word.
María Cadalso. Contacto humano. 20 de julio. Cristina dice que hay que salir. Como si yo hiciera esas cosas. La última vez que salí aún había tan solo dos géneros y la Tierra era redonda para todos. Pero Cristina, con su rollo de coche deportivo humano, cada día más maciza que el anterior, dice que me estoy oxidando. Nos vemos cada cinco o seis años. No se acuerda de nada de una vez para otra.
Ella sólo entiende que es sábado.
Estar con gente no es como estar con amigas. Las amigas te permiten la ilusión de soledad. Puedes no hablar todo el tiempo, las anecdotas se agotaron, conocen tus límites y tú los suyos. Pero si vas de fiesta, hay más gente, y hay gente que cree que buscar a otros para que les expliquen su vida es una buena idea. Como si todo el mundo fuera por ahí encantado de haberse conocido. No digo que no haya casos, pero diría que la mayoría no gustan de ponerse a hablar de su puto trabajo deprimente o historial amoroso. Quieren que les dé el aire, consumir drogas legales, decir gilipolleces, a lo sumo, contar historias.
De modo que Cristina me acaba arrastrando, y llamo a Marisa, apoyo moral. Ella está más acostumbrada a estas salidas de tías como de peli de Netflix. Es lo que queda si sustituyes la corrección política por una buena colección de ironías extremas y, en su caso, sexo acompañado de comentarios tales que ante un micrófono ahora te destrozarían la vida.
No se trata de lo que eres, se trata de lo que dices, y lo que dices será interpretado de forma literal, de la peor manera posible. Emoticono de guiño.
Me lo dijo un día después de un encuentro con chicas politizadas a la moda. Más jóvenes y más estúpidas. Nunca he hecho llorar a nadie como aquel día. Como Hannibal Lecter, podría haber hecho que una de esas niñas se tragara la lengua sólo emitiendo opiniones personales.
Puedes preguntarme sobre transexualidad, o sobre inmigración, o sobre la herencia ideológica de las universidades americanas. Tengo cosas terribles que decir al respecto. En realidad nada del otro mundo, sólo observaciones básicas que ahora hacen que muchas personas que antes eran perfectamente razonables, se sulfuren y silben como teteras.
Parecer buena persona se ha puesto la hostia de caro.
Llegamos a un antro de copas. Allí nos encontramos con gente. Muchos grupos saben moverse en modo burbuja, pero con mi prima y Marisa no se puede aspirar a eso. Cristina disfruta de la atención, y Marisa se pone a buscar a algún tío que sea igualito que ella.
Hoy no es distinto, y de algún modo acabamos sentadas con un grupo de lo más heterogeneo (muy Netflix) porque alguien dice conocer a mi prima. Se desata una conversación peligrosa. Estamos nosotras, un chico pakistaní (creo que gay), dos chicas que no llegarán a los treinta años (quizá lesbianas), dos tías de nuestra edad (aprox.) y dos pavos (uno de ellos mulato) que demabulan por el local con la excusa de haber ido a por bebida. Es como si se hubieran olido algo.
No sé de qué forma, una de las lesbianas potenciales se pone a hablar de dinero. Al parecer odia el dinero, incluso en privado; empieza a hablar del liberalismo y el capitalismo. Tiene todas las claves. Habla con total seguridad y escasos argumentos. Nada suena a cosecha propia. Marisa dijo una vez: El capitalismo es la nueva boy band para las jóvenes impetuosas. En algún momento me da por preguntar qué edad tiene. Me percibe como una amenaza desde el principio. Hace bien.
–Veintiséis. ¿Por qué?
–Me recuerdas a mí a tu edad.
Más bien tendría que retrotraerme a los veinte. Empecé a detectar mis imposturas de juventud más rápido de lo aconsejable. Tuve poco tiempo para disfrutar de la ignorancia total.
Empiezas a contrastar textos marxistas con ensayos económicos liberales y biblias tipo Judith Butler, añades un poco de Camille Paglia y Jordan Peterson, y estás perdida. Gradualmente confirmas lo que ya sospechabas, que no eres ni de izquierdas ni de derecehas. O sea que el feminismo te empieza a aburrir y chirriar a partes iguales. O sea que eres de derechas, pero en realidad no eres ni de izquierdas ni de derechas.
Pero explícaselo a la veinteañera.
–¿Que te recuerdo qué?
–Que me recuerdas a mí a tu edad.
Creo que no entiende la frase, o quizá es por la música. Hace un ejercicio de intuición. Sospecha la condescendencia. La hay, para qué engañarnos, pero es que la chica es tonta perdida. Y ni siquiera lo es de una forma original. Salen como de una cadena de montaje. Pueden ser chicas veinteañeras, señoras socialistas cincuentonas, estudiantes varones sopesando ser “aliados”, o señores que llevan votando lo mismo cincuenta años y doce mundiales de fútbol.
–Yo cuando tenía tu edad –aclaro–, pensaba igual que tú.
Hasta llegué a ir a manifestaciones. Levantaba el puño. Mi primer novio no había salido aún del armario. Ni siquiera Marisa lo sabe.
–¿Y qué significa eso? –dice la chica combativa.
–Que ahora guardo la ropa antes de nadar.
Actúo como una arpía.
–No te entiendo, cariño –dice la tía.
Es un «cariño» como de prensa rosa. Desvergonzada. Podría ser mi sobrina.
Marco las sílabas;
–Lo que quieero deciir, es que el capitalismo es uuna mieerda.
Soy una villana de Tim Burton.
–Estoy de acuerdo –dice. Sólo le faltan las trenzas y aferrarse a una muñeca.
Levanto la voz sobre David Bowie;
–Me encantan tus pantalones, por cierto. Mucho vuelo. ¿Dónde los has comprado?
–¿Mis pantalones?
–¿Y el móvil? ¿Es de gama alta?
No lo piensa mucho. Coge precisamente el móvil y, sin mirarme a los ojos, se levanta;
–Voy a pedir. ¿Alguien quiere algo?
Yo era la araña y ella la mosquita muerta.
Como dice Marisa, el capitalismo es la nueva boy band de la jóvenes impetuosas. Lo odian, porque él nunca las querrá tanto como ellas a él. Pero sobre todo lo aman, lo aman sobre todas las cosas. Todas las historias acaban como Rebelión en la granja.
Paulino. Tumbona. 9 de julio. Me recluyo en la terraza de la casa. No es que no quiera salir o evitar a la gente, pero algo de eso hay. Hago lo que puedo, la cosa ha sido repentina. No está muy claro cómo se llevará a cabo la cuestión práctica. Algunos vecinos quieren muebles, otros se supone que se los llevaría el ayuntamiento a algún cementerio de vivencias pasadas.
No hay televisión en la casa; había una vieja culona, pero ya no funciona. Tampoco hay lo que se dice Internet, a menos que salgas a la calle con el móvil y busques señal. O en la terraza, gracias a Dios.
Me he traído un par de libros.
Me pregunto qué haría aquí alguien que le tenga alergia a los libros.
El pueblo ya no es el que era. No es que me sorprenda, la mayoría de discursos sobre los encantos irresistibles de lo rural tienen el mismo poso de autenticidad que el ecologismo de salón. La gente se ha estado yendo de los pueblos con un cohete en el culo. Aquí antes había unos mil doscientos habitantes. Ahora habrá unos quinientos y gracias. El primer día di un paseo casi hasta la sierra (todo está en cuesta), y aunque supuso en parte un verdadero xoc sentimental, también tuvo algo de eso que llaman folk horror. Terror a plena luz del día. Casas que parecían vivas y peligrosas de tan abandonadas.
La parte de abajo del pueblo, la más habitada, te recibía con una belleza más tranquila. No es que me cruzara con nadie.
En un pueblo tan pequeño, no tienes que ir a por la gente, la gente viene a casa. Hay un agudo sentido del compromiso. Mis padres han estado viniendo todos los años. Yo no sé exactamente quién de los antiguos conocidos áun frecuenta este lugar. Menos aún quién sigue viviendo aquí.
Tengo algunas ideas.
Leo en la terraza la novela La trama nupcial, de Jeffrey Eugenides. Es mi actividad principal. Por las tardes es más complicado. El sol comienza a invadir mi rincón de la tumbona. La terraza da a un jardín de otra casa; que yo recuerde, jamás he visto a esa gente. Si te apoyas en la baranda, estás rodeado de tejas mohosas. Es más agradable de lo que parece. O quizá ya lo parezca. Es como estar escondido. Sólo hay una casa habitada cerca, y van a lo suyo. Las vistas dan a la sierra. La verdad es que es un lujo. Mientras estoy aquí, no se me ocurre un sitio mejor para vivir. Mejora la conexión a Internet, ten tu trabajo deslocalizado y, si tienes críos, llévalos a la escuela de Primaria (sí, hay una).
Si quieres darte un chute de ciudad, te das un paseo de cincuenta minutos en coche. Vas al cine, al centro comercial, te gastas cien euros, haces la croqueta por la acera y te vuelves a tu casita tranquila.
Te ahorras miles de gilipolleces.
La verdad es que, visto lo visto, y aunque sea un verdadero hipócrita con todo este asunto, me toca seriamente los huevos que mis padres vendan la casa.
Jimbo. María Cadalso. 20 de julio. Es un topicazo, pero Jorge me contacta con el típico cuento de película americana. Obviamente estoy perdido y descolocado porque me ha dejado la novia. No sirvió de nada que le dijera que fue mutuo. No consideró ni por un instante esa posibilidad. Sonrió pero sus ojos permanecían serios.
–Tienes que airearte –dice ahora.
Hablando por teléfono, sudando;
–Me aireo todo el tiempo, tío.
–No me refiero a los paseos de abuelo hasta el bar de los chinos.
–Ajá…
–Tienes que dejarte llevar un poco, Jimbo. Esa tía te ha mangoneado. Si te pinchara saldría soja.
Bromea y no bromea.
Jorge y yo nos conocimos en la etapa universitaria. No es que yo fuera a la universidad.
–¿Y ahora me tengo que dejar mangonear por ti?
–Tío… Yo no te mangoneo, yo sólo te guío… Oye, yo también he pasado por eso. Tienes que darle un poco de química a tu cerebro, dejarte zarandear un poco.
–Y pensar que a Julia le caes fenomenal.
–Tío, a Julia sólo hay que decirle lo que quiere oír, no tiene mérito. Si hubiera querido algo con ella hubiera sido distinto. Créeme.
Es tedioso hablar por teléfono. No imagino el esfuerzo que ha tenido que hacer.
–Vale, vale –digo–. Muy bien.
A la gente antes estas cosas les pasaban a los quince años. A los veinte. A mí edad ya estaban colocados y criando, o socialmente marginados. Ahora puedes ser un veinteañero para siempre. Te lías, te deja la novia, sales de fiesta, acabas agotado, da igual. El compromiso es mucho peor, da mucho más miedo. Más que morir solo. O al menos ese ha sido el discurso durante tres décadas o más.
Ahora me llevan a un antro, piden por mí, me cuentan chistes que ahora se considerarían misóginos, me hablan durante una hora de esas tías guapísimas que se vuelven horrorosas cuando escuchas lo que dicen, conoces qué libros leen y qué esloganes han comprado. Las nuevas beatas. Una mezcla de vecina irresistible y monja de clausura. Dicen llevar escotazo sólo para sí mismas. Siempre en misa y repicando.
Bebemos básicamente vodka. Jorge actúa como si tuviera veinte años. El tercer miembro es Óscar. Óscar lo dejó con su novia –nueve años más jóven– hará un año y medio. Estuvieron bastante tiempo juntos. Luego, una ruptura de película en un Starbucks. A ella le encantaba que la llamaran por su nombre. Y su nombre nunca cambió, pero sí su forma de autopercibirse. Empezó a decir que era una persona no-binaria, y que se sentía incómoda con su pecho y su expresión de género. Óscar empezó a no entender nada de lo que ella decía, lo que ella confundió con simple y puro odio. Transfobia. Óscar ya no entendía el mundo, y ella sí. Ella entendía los cambios, los avances. Y él no. Él pensaba que sólo era una relación chico-chica. Un sencillo y comprensible rollo hetero, como de gente vieja que no entiende nada.
Esto derivó en un deterioro rápido de la relación. Ella (o “elle”) dejó clara su postura. Acabaría ipso facto con su actual expresión de género, claramente una «construcción social», procedería a operarse, y abrazaría su recientemente descubierta pansexualidad.
Meses después, para el estreno de Barbie, la vimos muy cariñosa con un fulano motero. Ella iba con un vestido rosa, sandalias de tacón blancas y la melena rubia natural al viento. Sus tetas estaban intactas, parcialmente a la vista, la fantasía definitiva de cualquier crío de dos meses o quince años.
Jorge no pudo parar de reír durante la proyección. Óscar parecía poco sorprendido. Le dije que había esquivado una bala.
Cuando ya estoy francamente borracho, veo que Jorge está hablando con gente. No tengo idea de lo que planea. Son tres mujeres hechas y derechas, nos las empieza a presentar. Una de ellas parece haber saltado de un poster de taller mecánico de los 90. Otra parece muy dispuesta y saluda con energía. La tercera parece la arrastrada. Como yo. En todos los grupos hay alguien a quien han arrastrado fuera de casa, de su cubículo o cuchitril.
Jorge se entera de los nombres y después nos los recita:
–Esta es Cristina. Esta es Marisa. Esta es María.
Encantado, supongo.
Hacemos corrillo de bebedores. Luego me entero de que Jorge ya había coincidido con Cristina en una fiesta.
El móvil me vibra cerca de la polla. Lo saco y son mensajes de un colega, Paulino, al que también arrastraron, por cierto, en este caso sus padres. Me adjunta varias fotos. Un atardecer desde una terraza. Un camino embarrado. Vacas pastando. Caballos con aspecto amenazante. Le contesto con un John Travolta desubicado.
Maria Cadalso. Instagram. 21 de julio. Me paseo por el piso y espero a que la pastilla (la segunda) haga efecto. No puedo pensar, no puedo hacer nada y no estoy obligada a hacer nada. Ayer me pasé, porque ese era el plan. La diversión consiste a veces en maltratar tu cuerpo y tu mente, tu estómago, tu hígado. Hay quien hace salto base y se revienta como un huevo contra una montaña. Otros preferimos hacerlo gradual.
No soy muy exigente con la adrenalina. Otra cosa es la dopamina. Es una de las palabras de moda. Según a quién preguntes, el móvil nos va a freír el cerebro e hinchar el cuerpo, hasta que eliminemos nuestra capacidad de atención y tengamos una dictadura favorita. Mucha gente opta por algún régimen comunista totalmente chic del siglo XX. Otros empiezan a simpatizar por los clásicos nazis. Eso siempre cabrea a alguien, pero casi nadie cree en nada en serio, son meras fantasías de convulsión o cambio.
Es como conocer a un adolescente que piensa que las canciones sólo son el estribillo, o que ver una película con la imagen acelerada es perfectamente legítimo. Una parte de ti quiere darle un puñetazo en esa cara suave y primorosa de mierda que tiene.
Todo el mundo odia. Sobre todo los que acusan constantemente a otros de odiar. También aman, supongo, aunque ese tema es más peliagudo. Yo ahora no juego con palabras tan grandes. Soy una treintañera bastante menos inmadura o agilipollada de lo que se podría esperar de mí. Estamos en el año 2024. Podría haberme teñido el pelo de verde y andar por ahí inventándome un pasado terrible, convirtiendo roces inevitables en insostenibles situaciones de acoso o violencia.
Para la época que me ha tocado, creo que estoy bastante cuerda.
No quiere decir que no sea una adicta más al móvil.
Y me encanta el espionaje legal. Hoy bicheo con calma al tío que me presentaron ayer. Todos le llamaban Jimbo, como si fuera un dibujo animado o saliera en American Pie. Conocer a gente nueva puede ser de lo más violento, raro y perturbador. A partir de los treinta debería estar prohibido. ¿Algún país comunista lo habrá implantado? Si con treinta años no has hecho amigos, desiste, camarada.
Fotos por todas partes, información parcial, la versión distorsionada de Jimbo. Incompleta, calculada y filtrada.
Me presentaron a más gente, pero él parecía realmente jodido, desubicado. Pero a la vez lucía como un tío. Como la vieja imagen de cómo debería ser un HOMBRE, esa que cuatro tías, hablando en nombre de todas las demás, van por ahí diciendo que ya no nos gusta, que incluso despreciamos. Ahora lo que nos va es el tío abierto y sin “masculinidad frágil”, con toneladas de conciencia social y especialista consumado en fantas. Se supone que ese perfil es el que nos enciende ahora a todas las tías. Nos ponemos burras sólo con ver entrar en la habitación a un chiquito que se mueva como una modelo y hable como un tertuliano de la tele. Esa masculinidad sí que es realmente fuerte. No hay manera de tumbarla. Y normalmente tampoco hay manera de tirarse al fulano, porque le ha echado el ojo hace tiempo a un arquitecto monísimo y podrido de pasta del centro de Periferia.
Jimbo no se parece a Steve McQueen, pero parece atractivamente fuera de este tiempo. No es que haya muchas fotos de cuerpo entero. Casi todo son selfies con el ángulo adecuado. Selfies rodeado de posters de películas y otros intereses recurrentes. Ayer me estuvo hablando una media hora sobre Sofia Coppola, y no era porque Sofia Coppola fuese una mujer. Creo que hacía años que no oía hablar de una artista o profesional cuyo “mérito” principal no fuese ser mujer. De repente un tío hablaba de Sofia Coppola como directora de cine, como escritora, como autora. La verdad es que me quedé pasmada. Aunque también iba bastante borracha. Pero el tío no me dio ninguna sensación de querer engatusarme. Hablaba de verdad de terceras personas. Eran opiniones genuinas, no tretas. Sofia Coppola, la extraña carrera de James Cameron, la última y extraordinaria novela de Bret Easton Ellis, la candidatura de Trump, «sólo es un rico gilipollas jugando a presidente, ni siquiera me da miedo». Decía cosas así sin esperar reacciones airadas. Y no las obtuvo por mi parte, porque no estábamos en disputa. Estábamos separados de los demás, charlando, era agradable, la borrachera era agradable, el sudor brillante sobre su cara. Estaba todo bien. No estaba fascinada ni me latía rápido el corazón como en una novela para booktubers treintañeras blanditas. Estaba bien. Era parecido a ese punto justo antes de dormirte, cuando la postura es perfecta, no te ataca la ansiedad y los pensamientos, de haberlos, son relajadas fantasías o mullidos recuerdos.
Ni siquiera cuando nos despedimos fue nada especial o electrizante. Fue como si tuviéramos siete años. O noventa. Como si no hubiese nada más que una charla, un paseo, una cama en la que dormir. Un plato de lentejas.
Era un alivio no tener que jugar al mensaje por debajo del mensaje, al discurso con archivo adjunto. No hubo putas mariposas, y precisamente eso fue lo más interesante. No tenía que esforzarme. Las cosas simplemente eran.
Me quito enseguida la idea de enviarle un mensaje directo. Estoy segura de que nos volveremos a ver. Y me estoy concienciando. No puede ser mejor, y lo más probable es que cada vez sea peor.
Eres una sabia culona.
Paulino. Encuentros. 11 de julio. Viene gente a la casa. A veces los conozco y a veces no. Ayer vino un primo mío. Un tío pelirrojo, me sonaba su cara. Es mayor que yo, ni siquiera fuimos lo que se dice amiguitos. No nos hicimos ahogadillas en la piscina.
Me preguntó:
–¿Te acuerdas de cómo me llamo?
Lo intenté de verdad.
–Alberto.
–No.
Hice memoria. No se de dónde lo saqué;
–¡Tomás!
–Eeeso es.
Respiré aliviado. No es que nadie se fuera a enfadar, pero nunca se sabe de verdad.
También se han pasado dos de mis tíos. Fernando y Goya. Casi todos mis tíos me caen bien. Son buena gente, amables, con tacto, cariñosos.
Mi madre y mi tía subieron a la terraza (esos grandes escalones son para verlos…). Mi padre fue a buscar una botella de vino a la cocina. Salió el tema de los muebles. Mi tío dijo:
–Lo que le pasa a tu padre es que no quiere discutir. No quiere enfrentarse a nadie.
Durante un instante pensé que tenía razón. Por otro lado, no creo que mi padre sea en absoluto alérgico al enfrentamiento. Más bien le preocupa perder los papeles y las consecuencias que eso pueda traer. Mi padre sería el protagonista ideal para una peli de Hitchcock. Un tipo corriente pero hábil para sobrevivir, que se ve envuelto en una jodienda de narices.
Sacar los muebles de la casa no es precisamente una aventura de cine negro. Pero eso lo hace más frustrante si cabe. Varios vecinos (aquí todos son vecinos) han pasado por casa y prometido cosas.
Mi tío me dijo:
–Si sacas todos los muebles a la calle, en dos días se los han llevado todos.
Yo estoy de acuerdo. Pero mis padres prefieren esperar, negociar, como si a alguien le fuese a importar que hubiera unos cuantos trastos viejos al aire libre. Ni siquiera hay acera como tal. Todo es calle. Asfaltada de aquella manera. Calle de pueblo. Tiene su encanto. Casi todo es así por aquí.
Esta tarde salgo de paseo con mis padres. Quieren subir la cuesta, el campo cae cerca. Ciertas zonas que antes eran pura naturaleza descontrolada, ahora están “arregladas”. No es que hayan perdido su esencia rural; ves un banco allí, un pequeño trozo asfaltado allá, alguna placa conmemorativa, algún mensaje cincelado en piedra…
Pero antes de llegar a salir del pueblo, oímos el susurro de un coche que se acerca. Nos apartamos (sigue sin haber acera). Y cuál es mi sorpresa, que cuando lo tenemos encima, al volante va uno de mis amigos de la infancia.
El coche va lleno. Pero aún no identifico a quienes van con él.
Jaime. Nada menos.
No frena, pero me saluda con un grito sorprendido. Una segunda voz se oye. Ha de ser su madre, sentada en la parte de atrás.
Me siento como si lo hubiera soñado antes. Es algo más que un deja vu, parece alguna clase de destino manifiesto. Era tan evidente que tenía que suceder, que ya resonaba en el pasado.
No es el primer fenómeno paranormal que vivo aquí. Me estoy acostumbrando a que las cosas fluyan de otra manera. O directamente a no entenderlas.
A medida que caminamos, nos acercamos a la calle donde vive Jaime (estaba todo calculado). Donde viven sus padres, en realidad. Me detengo con intención de saludar, aunque mis padres parecen más reacios. Yo sencillamente me siento obligado, aunque una parte de mí no quiere irse. Quiere decir Qué tal, cuánto tiempo. Y es justo lo que acaba sucediendo. Puedo dar la mano a Jaime, a su padre. Dos besos a su madre (muy emocionada). Se produce un intercambio. Hay algo de protocolo o etiqueta, pero también hay cariño, un pasado compartido.
–Ya no jugamos al fútbol –dice Jaime.
–Pues no, es verdad.
Su padre:
–A este le ha dado por correr, ahora con cuarenta años.
También es verdad, lo he visto en fotos. Jaime resoplando en medias maratones.
Comentamos el viaje, les sorprende que haya sido en autobús. No me pongo a hablar de mi relación con los coches. Luego surge el tema de la casa.
–Algo se querrán quedar –dice Petri, la madre de Jaime, hablando de los compradores.
–La pintura de las paredes –digo yo.
Logro provocar algunas risas.
Poco después nos vamos separando. Le vuelvo a dar la mano a Jaime, me despido de sus padres. También tiene una hija. Corretea descalza, una niña preciosa de cinco años.
Ellos vuelven a su casa, mis padres y yo seguimos nuestra ruta. Sabemos que quizá no los volvamos a ver.
Es imposible digerir rápido lo que ha pasado. Es tan sencillo (o complicado) como jodido de describir, de capturar.
Respiro hondo (esos olores…) mientras sigo paseando con mis padres. Ellos enseguida pasan página. Observan las casas, comentan quién vive o vivía en ellas, susurran, se detienen, prosiguen.
Pronto todo esto se acabará, pienso. No existirá. Y no me refiero al pueblo, el planeta o el puñetero cambio climático, sino a la vida tal y como la conozco.
Jimbo. Celebridades. 26 de julio. Jorge otra vez. Dice que no me lo puedo perder. Otra vez es una ocasión especial. Otra oportunidad para interpretar mi papel estelar. El arrastrado. Jorge aún no considera que sea un ser autónomo. Aún soy el atontado al que ha dejado la novia. Antes por lo menos era un hombre. Echaba un polvo de vez en cuando y era responsable identitario de montones de cataclismos. El hombre blanco hetero sembrando miseria.
Ahora vuelvo a ser un fulano más. Sobras del siglo XXI. Ni siquiera he vivido una posguerra. Sólo he matado mosquitos y alguna que otra araña. Con las mujeres, ni una sola bofetada. Ni ellas a mí. Una vida carente de violencia; quizá incluso de pasión. Un soltero cishetero. Ni siquiera he tenido que salir del armario. Y estoy volviendo a darle duro al porno.
Mediocridad en estado puro.
Gran parte de todo esto me lo dice Jorge. Él sabe humillar y que todo parezca broma. Ayuda amistosa.
–Brutal –me dice por teléfono. Está cogiendo la mala costumbre de llamar en lugar de escribir. No sé si sólo lo hace conmigo. Sabe que por otros cauces le enviaré el John Travolta desubicado. Es muy fácil dar largas por escrito. A veces basta con un solo emoticono.
–Qué es brutal –mi yo más neutro.
–Tío, no me escuchas.
Es verdad.
–¿No me has oído? Es la fiesta de una boda, pero nos ahorramos la ceremonia y el rollo familiar. Y es gente de pasta, tío.
–¿Ah sí?
Las afueras de Periferia, dice. Al parecer el centro financiero acaba en algún lugar y hay barrios estupendísimos esperándonos.
–Una casa guapísima, tío, de un arquitecto francés…
–¿Me estás hablando de arquitectura?
–… en el césped, tío, y…
No oye nada de lo que digo.
Lo que entiendo: me va a llevar a una fiesta. También viene Óscar. La hija de un banquero ricachón se casa con alguien. Otro ricachón, imagino. De un tiempo a esta parte, esas élites me hacen cierta gracia. Al menos nadie te meterá su puño moral por el culo. Son ricos sin culpa, son felices, y no van a fingir que les importa un carajo nada de todo lo demás. Es un alivio en estos tiempos.
Le digo a Jorge que sí, que claro, que venga. Con suerte se producirá algún acto violento. Quizá pueda atizar a algún pijo que se crezca.
Resulta que Jorge conocía a alguien que conoce a la novia. La novia es la clase de chica que sueñas con tirarte cuando tienes quince años. Y cuando tienes treinta y cinco. La belleza no siempre es subjetiva. A veces simplemente nos sentimos (en plural) atraídos por alguien. Si es una mujer, no suele ser una belleza clásica y estilizada lo que genera consenso. Diría que la cosa se acerca más a Los vigilantes de la playa. No ha de ser necesariamente un perfil muy neumático, pero guarda relación con esas curvas, la clase de detalles que hacen que un hombre y una mujer sean muy diferentes. Y la mayoría de tíos (heteros, al menos) prefieren que una mujer parezca una mujer. Hoy en día es como si Leni Riefensthal te hubiera podido grabar diciendo algo así. Pero la carne reacciona a la carne. No dudo que a la gente trans también le pasará.
Liza, se llama. Es rubia, a saber de qué país (¿checa?, no pregunto), habla con un fuerte acento, tiene la cara redonda, bonita, el vestido en parte ceñido y en parte pastel de nata. Nos saluda con dos besos, el novio nos da la mano. No somos los únicos que han venido sólo a la fiesta.
El novio se queda un momento con nosotros, parece atribulado, agobiado, harto de seguir el guión y procurar no cagarla.
Me quedo con una frase:
–Antes la gente hacía esto para follar. ¿Ahora para qué coño se hace?
Nos hace jurar que no airearemos lo que ha dicho. Lo hace en serio. Nos da un abrazo, uno a cada uno. Está ya muy cocido. Me da pena. Aunque luego recuerdo que debe estar podrido de pasta, y que se ha casado con un híbrido entre Pamela Anderson y una novela de Patrick Rothfuss.
El lugar es al aire libre. No es una casa discoteca, es un jardín de lujo transformado en decorado de gente adinerada. Los recien llegados somos como inmigrantes de patera. Se nos ve a la legua. La ropa, la actitud. Fugitivos recien llegados.
Camareros y camareras pasean con bandejas; una gran variedad de copas.
Veo de lejos a alguien que parece Neil deGrasse Tyson. Luego alguien me dice que efectivamente es Neil deGrasse Tyson.
En un momento dado, Jorge me presenta a Jasmine Trinca, una actriz italiana.
–Salía en Manuale d’amore, tío.
Me acuerdo, pero no podemos hacer gran cosa. Ella es italiana, guapísima y de Venus, y yo soy pobre y del montón. Ni siquiera soy feo pero interesante y rico. Algunos simplemente nunca tuvimos oportunidad.
–Encantado. Eres muy guapa –le digo. Total, no hay nada que perder. Ella parece entender, sonríe calidamente y Jorge se pone a presentársela a Óscar.
Ese es su papel, conocer personas y presentárnoslas como si él las conociera de toda la vida.
Paso de estar achispado a sentirme preparado para hablar con cualquiera y dejarlo fascinado con mi abrumadora elocuencia. Podría convencerte de que soy una excelente persona hablando de lo poco que me importa la contaminación, la política o el puñetero futuro que vamos a dejarle a las nuevas generaciones.
–Cuando esas “nuevas generaciones” crezcan, se rendirán exactamente igual que nosotros. Se engancharán a nuevas drogas y a los cincuenta años estarán hasta la coronilla de la puta ingenuidad predominante en los jóvenes.
Es Óscar quien hace que me escucha.
Veo a Jorge llegar con otra mujer. Parece sonarme, o quiere sonarme. O me suena. Creo que sé quién es.
–Jimbo. Te presento a D’arcy Wretzky, la bajista original de los Smashing Pumpkins.
–Joder…
Extiendo la mano. Ella me la acepta educadamente. Enseguida ve que estoy borracho, pero creo que ella también está perjudicada.
–Nice to meet you… –digo. Creo recordar que es una fórmula aceptable.
Ella dice algo y sonríe. Es amable. Creo que salió mal del grupo, peleada con Billy Corgan. Se pone a hablar con Jorge, que sí domina aceptablemente el inglés.
Me siento turbado. No sé exactamente de qué va todo esto.
Me doy cuenta de que es la primera vez que paso unas horas sin pensar en mi ex.
D’arcy me da la mano –nos la da a todos– antes de volver con otra gente.
–¿Es genial, no? –grita Jorge.
–Sí, tío.
María Cadalso. Los problemas del sexo. 1 de agosto. Hemos hecho coincidir nuestras vacaciones. A Cristina le da igual, está en una especie de año sabático. Hoy hemos ido a la playa y Marisa ha acabado peleándose a puñetazos con una chica latina.
–Es la primera vez que me peleo en mi vida.
El chico de la toalla, el del otro día, se lo ha estado tirando a lo bestia. Ha follado más de lo que ha dormido. Me conozco sus sesiones maratonianas. Las he oído más de una vez. Hasta me he tropezado con ellas.
–Esa tía estaba loca, ¿la has visto?
Estamos echadas en tumbonas. La terraza de Cristina. Un piso alquilado de lo más cuco. Sonora. Un apartamento. Algo así. Amplitud y sexo indiscriminado.
–Ella tiene más vista que yo –murmura Marisa–, debe ser por la experiencia.
Cristina está follando con alguien en su habitación, hace como una hora. A veces llegan a nuestros oídos lo contrario a mensajes cifrados:
Dame más fuerte, cabrón. Dame duro, cabrón. Joder, más duro.
Apenas oímos al tío. Pareciera que sufre más de lo que disfruta.
–Claro –le digo a Marisa–, tú es que tienes poca experiencia…
–No te rías de mí, soy una buena chica, pero soy débil… Ella está buenísima y además tiene perfectamente calibrado el detector de tíos polla.
Los tíos polla son aquellos que puedes usar sin riesgo, lo sabe todo el mundo.
Hoy estábamos en la playa, y Marisa se ha ido directa a por su maromo rubio. Resulta que el tío conoció a otra chica hace unos días, y dejó que la naturaleza fluyera. Una colombiana con ideas muy estrictas sobre el folleteo de verano. No lo distingue del invernal.
–¿La tía se había enamorado? ¿Tú crees que eso es posible?
–No lo sé, tú te estabas tirando a ese tío…
–Oye, no le des la vuelta, sabes perfectamente de lo que te hablo.
Así, cómeme el culo, así, joder…
–No te creas que lo sé tan bien.
–Yo tenía una relación sana con ese tío.
–No digo que no.
–Pero si apenas hablábamos. ¿Qué puede haber más sano que eso? Estamos en verano, por el amor de Dios. Él es de un país que parece la peli ¡Viven!
–¿Son antropófagos?
–No, pero hay mucha nieve. ¿Quieres hacer un esfuerzo por entenderme?
Ahí estaban, sentados en la toalla. Los preliminares. Pronto empezaron los morreos, y más pronto que tarde se irían al refugio de turista del fulano. Fue entonces cuando apareció la colombiana. Pequeña como una silla de oficina y furiosa como un tsunami en Indonesia.
Cristina y yo lo vimos desde nuestras toallas. La colombiana señalaba al tío y luego a Marisa. Y luego se llevaba las manos a las caderas. Gritaba en colombiano. Con el rumor de las olas y un aire muy cansino, no oíamos casi nada.
–¿Vamos? –dijo Cristina.
–Espera.
La colombiana vuelve a sañalar al tío, grita algo, y luego señala otra vez a Marisa. Culpables de ir salidos en verano. Poligamia en plena canícula. ¿Habráse visto semejante cosa? El tío se parece a Edward Furlong si Edward Furlong hubiese cuidado su alimentación y su vida y ahora pareciese Edward Furlong.
La colombiana empezó a moñear a Marisa. La levantó literalmente por los pelos.
–¿Vamos? –dijo Cristina.
–Espera.
Marisa, que era superior en estatura, le dió un bofetón con la mano abierta a su rival. Pero recibió de vuelta un gancho de izquierda en la mandíbula.
La colombiana intentó volver a moñearla, pero Marisa cerró el puño derecho y le golpéo en la tripa.
Entonces se enzarzaron y se revolcaron por la arena. Cuando nos quisimos dar cuenta, Edward Furlong se había largado.
Dos tíos acudieron a separarlas.
Métemela otra vez, venga, maricón.
–A Cristina le encantan los clásicos.
–¿Me estás oyendo?
–La verdad es que no, Marisa, ¿no ves que ya no hay nada que hacer?
–No es que esté colada por ese tío, pero querría una despedida más civilizada.
–Me hago una idea.
Marisa golpea mi hombro. Hace rato que estoy bicheando el Instagram de Jimbo. Películas, libros, la jeta neutra de Jimbo. Cristina me ha dicho que este fin de semana hemos quedado con ellos. Ha llamado (llamado, a viva voz) el otro chaval, Jorge. Parece una especie de negociador.
Nadie sabe qué busca, pero quiere que todos estén presentes cuando lo encuentre.
Esta vez la frase fue de Cristina.
Paulino. Tío Salustiano. 13 de julio. Mis padres se van a cierta zona del campo. Atardece. Quiero ir con ellos, pero necesito una ducha. Les digo que vayan saliendo.
Media hora después, empiezo a caminar, a meterme por andurriales, y no tengo remota idea de dónde está el lugar. Se supone que es uno de esos que se han reformado. En lugar de ir allí, acabo por callejas totalmente embarradas. Empiezo a ponerme perdido.
Noto unas ganas horribles de mear, así que lo hago contra un muro de piedras. La posibilidad de que aparezca alguien es muy remota.
Aparece un hombre con tres caballos. Monta uno de ellos.
Los detiene mientras yo me guardo la polla pronto y mal. Mancho los calzoncillos y mi móvil empieza a sonar de forma insistente. Notificaciones de ciudad. Probablemente Jimbo enviando memes.
–Buenas tardes –digo.
El hombre no me responde. Y luego dice:
–¿Sabes de quién es ese muro?
–¿Cómo?
–Que si sabes de quién es ese muro.
–Pues…
Vamos, hombre, pero si ni siquiera parece un muro. Son piedras, enormes, amontonadas, mohosas.
–Ese muro es de tío Salustiano.
Hace una pausa, como si yo tuviera que reaccionar, conocer, enterarme.
–Ah –murmuro.
–¿Sabes lo que le hizo tío Salustiano a dos críos que se colaron en su huerto?
Yo no me he colado en ningún huerto, capullo. Capullo pueblerino tocahuevos mierdoso, ¿cuánto hace que no te duchas?
Todo mi amor rural al traste.
–Que digo que si sabes lo que le hizo tío Salustiano a unos críos que se colaron en su huerto.
¿Quieres apartar tus putos caballos y dejarme pasar de una puta vez, viejo raro de los cojones?
–Pues no. No lo sé.
–No lo sabes, eh…
–…
–Pues resulta que unos críos, uno de la Toñi y Pepe el Militar, que ya murió el hombre, y otro de Pedro el Camisón y Ofelia la Fea, se colaron en el huerto de tío Salustiano, y se pusieron a comer higos…
»¿Y sabes qué les pasó a los críos?
–Pues… no.
–No lo sabes, eh…
Al cabrón le faltan dientes. Me hubiera ido hace mucho, pero los caballos acojonan, y cortan el paso.
–Pues tío Salustiano los cogió por los pelos, y se los llevó. Tendrían nueve o diez años. Se los llevó y los encerró en su cuadra. Y la cuadra estaba vacía… ¿Sabes por qué?
Ahora querría tener poderes, y usarlos para hacer daño.
–Nop…
–Ya sé que no sabes, ya… Pues resulta que alguien les echó no sé qué repelente, un insecticida. Veneno puro para los caballos. Y se los encontró bien muertos una mañana.
–…
–Al hombre se le oía llorar en medio pueblo. No tenía consuelo, pobre Salustiano.
»Y al cabo de un tiempo vio a esos críos dentro del huerto, comiendo higos. ¿Y sabes lo que les hizo en la cuadra?
Un silencio, uno ya muy incómodo. El único viejo bueno es el viejo muerto.
–No. Ya he dicho que no.
–Tú qué vas a saber…
–…
–¿Tú sabes lo que es un machete?
–Sí… Sé lo que es un machete.
–Un machete, ¿lo sabes? Se afila, no tiene botones, no tiene Interné…
–Sí. Sé lo que es un machete.
–Bueno… Yo te enseño uno, por si acaso.
–Oiga…
Y el tío saca algo de una funda incorporada a la silla del caballo. La hoja brilla al último sol del día.
–Mira, ¿te gusta?… Un machete de verdad.
Es entonces cuando nos interrumpen.
–¡Hombre! ¡Salustiano!
Mis padres aparecen al otro lado de los caballos.
–¡Hombre, José!
–¡Qué pasa, hombre! ¡Cómo va!
El machete vuelve a su funda. Los caballos, a un silbido del dueño, dejan de bloquear el paso.
Me doy cuenta de que mi madre no saluda. Se acerca a donde estoy y me hace un gesto.
A casa.
Quizá tenga los calzoncillos meados de más de una forma.
Ya bastante alejados, oímos cómo mi padre se despide de tío Salustiano.
Jimbo. Reencuentro. 3 de agosto. Jorge me llama al teléfono otra vez, como si estuviéramos en 1985 y nos pincháramos heroína.
–Oye, ¿por qué ya siempre llamas por teléfono?
–Para hablar, colega.
Se hace el inocente como un yonqui.
–¿Sabes que la tecnología ha evolucionado en los últimos cincuenta años, no?
–Tío. Nadie hace nada si les escribes. Estoy hasta los huevos de ver caritas de mierda y a John Travolta.
Reconozco que tiene parte de razón.
–Oye, que te llamo para recordarte que hoy hemos quedado con Cristina y sus amigas.
Cristina y sus amigas. Parece un grupo de los 80.
–Me he dado cuenta de que has vuelto a los 80, Jorgito.
–¿De qué estás hablando?
–El teléfono, la forma de hablar, hasta la ropa…
–¿La ropa? Soy cien veces más moderno que tú.
–¿Tú crees?
–Vengo de 2050, cabronazo.
–Sí, retrofuturista.
–Joder, hoy eres un coñazo.
–Estás muy coñazo –sigue diciendo unas horas después en el coche.
–Y tú pareces Boy George.
–Por qué, ¿porque me he puesto una gota de maquillaje?
–Casi no se nota –dice Óscar desde el asiento de atrás.
–Gracias, Óscar.
–Estaba de coña.
–Joder, los dos sois un auténtico coñazo. Os llevo a juergas de puta madre, os presento a mujeres a las que jamás tendréis acceso… pero yo os las presento, porque soy así de majo, coño. Y vosotros que si Boy George o que si escribe en el móvil. Sois un auténtico coñazo.
Sigue teniendo parte de razón, pero eso no evita que no podamos parar de reír.
Cruzamos una casa hasta la parte de atrás. Nos ha abierto una mujer de las de moreno todo el año.
Parece una cala privada. Habrá unas treinta personas. La mayoría visten de blanco. Podría ser una boda en Marbella, o una fiesta de swingers. Podría ser como una secta de Los Ángeles. Modernos tan modernos que han perdido la chaveta. Pijos modernos. O quizá lo que ahora llaman “pijoprogres”. Echo de menos los tiempos en que la palabra progre no significaba nada para mí.
Nos encontramos con nuestras nuevas amigas, o conocidas. Mujeres interesantes que ven algo en nosotros. Quizá sólo carencia de peligro. Y quizá por eso jamás nos tocarán ni con un palo.
En las sombras atisbo lo que parece un coche abandonado. No parece mugriento, pese a la falta de ruedas y puertas.
Alguien nos dice que ahí se puede hablar en privado. Como quien dice. Como si dijeramos que quizá sí o quizá no, te podrías enrollar con alguien en ese trasto más o menos apartado. Puede que sólo charlar.
Un tío negro (no de raza) y rubio como una peluca barata, nos dice que ahí se han formado y roto parejas.
En ese coche.
–A veces importa más el lugar que el fondo de las cosas –dice.
Dice que hay tías que de haber conocido a según qué fulanos en otro lugar, ni los habrían mirado. Pero en ese coche les comían la boca como si no hubiera mañana.
–¿Y no será que iban borrachas? –dice María.
–Sí, muchas veces. Pero hasta que no se veían en esos asientos, en este sitio, con el mar cerca y un poquito apartados, esos tíos no pillaban nada. Te lo aseguro.
Luego sabemos que el tío –pareja de la otra “negra” que nos abrió la puerta– conoce a Cristina. Cristina conoce a mucha gente, porque Cristina está buenísima y no tiene absolutamente ningún problema con ello. Es lo que pienso, mientras varios nos descalzamos y nos mojamos los pies en la orilla.
La “negra” rica sale con una bandeja de copas muy llamativas.
–¿A quién le apetece un Shirley Temple? –vocea.
–¿Qué lleva un Shirley Temple? –me pregunta María.
–Pues no lo sé… Yo sólo la vi en Heidi.
–¿No la viste en Fort Apache?
–Coño, ¿salía en Fort Apache?
Marisa pasa muy cerca de nostros con un mulato dirección al coche sin ruedas.
–Como si ella necesitara de un coche encantado para liarse con ese tío… –murmura María.
–¿Cómo?
–Nada, cosas mías. O no tan mías… ¿Quieres andar un poco? Quiero mover un poco el culo.
–¿Ah, sí?
Superamos la zona del coche y caminamos con el calzado en la mano. El agua visita nuestros pies a veces.
–Sí. Este culo necesita un poco de ejercicio de vez en cuando.
–Creo que yo no debería decir nada sobre tu culo.
–Tranquilo. Es que tengo una especie de obsesión con… mi culo.
–¿Y eso por qué?
–No es que tenga complejo. Creo que me sentiría muy rara con un culito tipo Sensación de vivir.
–¿Sí?… No recuerdo tanto los culos de Sensación de vivir.
–No recuerdas los c… ¿Eres hetero, no? ¿No me ha fallado el radar de orientación sexual?
–Soy más hetero que un tirachinas, pero…
–Eso es bastante hetero, sí…
–Pero no recuerdo tejanos muy ajustados en Sensación de vivir. Diría que en general era una serie bastante casta, y que lo sucio estaba sólo en las cabezas calenturientas de los jóvenes que la veíamos.
–Ya. Una teoría interesante. Pero yo recuerdo muy bien a Dylan. Estaba muy lejos de ser mayor de edad, y me imaginaba haciendo cosas atroces con Dylan. Te lo aseguro.
–Ahora sin embargo debe ser una serie tremendamente ofensiva para algunos jóvenes.
–Eso me fascina. Nunca sé hasta qué punto lo fingen o se ofenden de verdad.
La gente pija empieza a quedar lejos. Después de un silencio, María dice:
–¿Te puedo preguntar por qué te llaman Jimbo?
Joder.
Tarde o temprano acaba saliendo el tema. Decido que se lo voy a contar. Tengo que elegir bien las palabras. No es que eso ayude necesariamente. Todo depende de cómo sea la persona que oye la historia. Si es muy dada a compararse con los demás para tranquilizarse con la idea de que aún hay mucha gente por debajo, estás jodido. Si es alguien que más bien va a lo suyo y no finge que le importan un montón de cosas que no le importan, quizá no haya desgaste.
Intento esterilizar la narración. Intento dejar claro que era muy joven y que no me solían pasar cosas así. Pero que sí, estaba muy salido, como la mayoría de los chavales en ese momento de su vida.
Intento que parezca una historia inocente, y no solo sucia o patética.
Procuro dejar claro que la historia me persigue, y que en cierto momento tuve que abrazar el apodo. Casi no me quedaba otro remedio. Si me quejaba, resultaba ridículo, y alimentaba la tentación de los demás de seguir utilizándolo. Llegué a plantearme si es que mis amigos no eran buenas personas, si me estaban haciendo bullying o me consideraban una especie de mascota.
Concluí que no.
No me dejo nada en el relato de los hechos, aunque tampoco hay tanto que contar. No es un relato expansivo, sino explosivo.
Y cuando acabo, María dice:
–Así que te pillaron follándote una tarta…
Sonríe. Aunque no parece preocupada.
–En resumen, sí.
–¿Sabes que lo había pensado?… La verdad es que era la peor de las posibiliades. Pero verbalizado no es para tanto.
–…
–Podría fingir que me choca una barbaridad, que soy una señorita o algo así. Pero si pienso en las cosas que me he metido…
–Ajá.
Resulta interesante.
–Sí, no soy capaz de imaginar lo que haría si tuviera pene… Pero lo achaco a una mala influencia. Mis amigas, mis padres, mi entorno, los videjuegos… Ni siquiera juego a videojuegos.
Sigue hablando, bromea. Y después se hace un silencio. Más relajado de lo esperado. Y justo entonces se me mete un mosquito en la boca. Creo que es un mosquito.
Procuro disimular. El bicho estaba lleno de sangre, y no he podido evitar morderlo. Ella nota algo raro.
–¿Estás bien?
–Se me ha metido algo en la boca.
Tengo que escupir, no puedo evitarlo.
–Tranquilo.
Resulta una noche de lo más romántica. Romanticismo del mundo real. Ahora tengo regla de mosquito en la garganta.
–Tranquilo –insiste ella.
María Cadalso. Domingo. 4 de agosto. Jimbo era literalmente Jimbo. Tarta incluida. Pero no se lo cuento a nadie. Soy inmune a los chismes y las fiestas de cumpleaños. Y quizá todo el mundo lo supiera menos yo. Jimbo pero más guapo.
Caminamos mucho, y hablamos, pero no follamos. El coche encantado (es una larga historia) estaba ocupado, y a la postre nos dio pereza meternos en una habitación del apartamento de Cristina. No es que lo verbalizaramos. Nadie habló de sexo, aunque habláramos de sexo la mitad del tiempo. Cristina y Marisa, sin embargo, se llevaron a sendos ligues a sus cuartos. Las oí casi toda la noche diciendo salvajadas. Marisa exigía en voz alta una violación de negro. A Marisa le gusta decir cosas que ahora podrían meter en un lío a un guionista o un escritor. No digamos a un cómico. La fantasía de ser violada por un negro es su favorita. Da igual que esté con un mulato, un negro o un blanco. Ella se ve en un callejón siendo empotrada por Idris Elba entre dos contenedores.
Cristina no se queda atrás. Utiliza el método del insulto y la humillación. Todo es una cuestión de tono. Llama cerdo y maricón a su amante todo el tiempo. Pichafloja, nenaza, pichacorta… y últimamente ha surgido una variante nueva: aliado de mierda, progre tarado, pijoprogre… Y de ahí vuelve a empezar: maricón, pichafloja, niñita de papá, pijo coñazo, no sabes follar de verdad, cerdo perdedor….
Y mientras tanto yo leyendo a Amélie Nothomb en mi cuarto.
No negaré que me sentí algo estúpida.
Ahora nos seguimos en Instagram. Mi Instagram no tiene gran cosa. Me odio vista en fotos y videos. Veo a una especie de gorda que no ha aceptado lo jodidamente gorda que está. No sé por qué, pero en el espejo no me da la misma impresión. Sólo veo a la muchacha simpática con unos kilos de más a quien la mayoría de tíos heteros se tirarían sin problema un par de veces a la semana.
Además no soy del todo aburrida, puedo dar conversación, hacer amigos y hacer que otros se hagan amigos. Puedo hacer que la gente se ría. Incluso de mí. Puedo preparar todo tipo de fritanga, y hasta un cocido decente si estoy lo suficientemente deprimida.
Mi trabajo es una mierda, pero a quién no le pasa. Tom Cruise, J. K. Rowling y poco más. Aunque ahora J. es tránsfoba en la versión oficial… Si algunos oyeran follar a Cristina… Y no hay nadie con más amigos gays. Y hasta ellos saben que le gusta sonar como una guarra nazi cuando folla. A la inmensa mayoria de gente no le importan esas cosas. Sólo se cagan encima cuando les preguntan. Y encima las preguntas vienen de otra gente a la que en el fondo tampoco le importa todo eso.
Todo es confianza, momento y lugar, y casi todo el mundo lo sabe. Pero ahora fingir que no ha llegado a ser tremendamente lucrativo.
Es domingo y vamos a cenar a un mejicano. Jorge no nos ha contactado. Yo he intercambiado algunos mensajes con Jimbo. Al final he mandado un gif de Roy Scheider en Tiburón, y él se ha despedido con un John Travolta confuso en Pulp Fiction sobre un fondo de un accidente de tráfico.
Creo que Cristina podría querer algo con Jorge. Curiosamente parece reservada con el tema. Quizá es que él quiere y ella también, pero no como siempre.
Comiendo enchilada, dice:
–A veces me gustaría ser una tía de mi edad en los ochenta. Estar ya casada con un pavo más o menos aburrido, un coche con baca y dos críos.
Estoy tan de acuerdo que no digo nada. Quizá la salud de Marisa se resintiese.
–A veces, sólo a veces, querría que mi vida fuera placenteramente aburrida. Ahora es como si tuviera que estar buena hasta los ochenta años…
»Algunas tías dicen que se les exige eso a todas las mujeres. Yo creo que eso es mentira. Creo que la mayoría de mujeres y hombres pasan olímpicamente de eso. Ni ellas se encierran en relato ideológico alguno, ni ellos exigen bellezas de videojuego para tener algo serio. Eso es una discusión de pijos, de pijas universitarias, de gente perdida entre textos académicos, copas de vino y ansiolíticos.
»No quieren aburrirse o complicarse, vale, pero es que además no quieren permitir que nadie elija un camino que parezca tradicional. Y la verdad es que estoy un poco hasta el coño de todo eso. Me he criado con eso, y estoy hasta el mismísimo coño.
–Pues sí que estás hasta el coño… –dice Marisa.
–Hasta mi coño rubio, cariño.
Y yo me pregunto si toda esa perorata no tendrá que ver con enviar un mensaje: zorras, si pronto me veis ennoviada con un tío aparentemente del montón, no déis mucho por culo. Porque estoy hasta el coño.
Por la noche me pongo una peli en el portatil. Ambulance. Plan de huida, de Michael Bay. Fascinada por la locura de sus imágenes, que trascienden –y sudan de– la narrativa, después pienso en Michael Bay hasta que me duermo. No en él como hombre, sino en él como autor. Hay gente que cree que Michael Bay no es un autor, y que cualquier mindundi que le haga un homenaje naturalista a su abuela, sí lo es. Michael Bay “sólo” ofrece cine, pero el mindundi habla de las mujeres, el sacrificio de las mujeres y cómo de mal tendrías que sentirte por ser mujer. Todas las mujeres son todo el tiempo todas las mujeres. Qué sensibilidad. Te pertoca un trocito de sufrimiento como mujer. Tómalo. Y el mindundi gana un par de premios, o diez, quizá el Óscar, mientras Michael Bay, que pasa de los premios como de la peste, monta una escena de persecución con la canción California Dreamin’. Y quizá te ponga la piel de gallina, y a la vez pienses: ¿cómo coño lo ha hecho? Y quizá te provoque una sonrisa tonta, por auténtica. Y puede que vuelvas a ver esa escena diez veces. Y quizá la recuerdes dentro de veinte años, cuando hayas olvidado por completo al mindundi. Pero sólo era cine, sin coartadas, ¿y cómo coño te va a elevar eso? ¿Vas a ir por ahí diciendo que te gusta eso?
Paulino. Las once. 21 de julio. No tengo claro el paso del tiempo aquí. Pareciera más lento de lo normal, pero también más plácido. No existe la angustia del paso del tiempo. Quizá ni es más lento ni más rápido, sino que no importa. Divago mucho mentalmente con eso, y también con otras cosas. Leo y leo el libro de Eugenides. Me quedo ensimismado mirando el paisaje en la terraza. Veo flotar el polen, restos de naturaleza a contraluz con el sol. Las puestas de sol son embriagadoras, salvajes. Todo ha vuelto a su lugar a pesar de mi encuentro con un más que potencial asesino en serie rural hace unos días.
O más o menos.
Ha habido más gente en casa, mis tíos aparecen de vez en cuando. Un día comimos en su casa. Todo lleno de fotos de sus hijos, ya casados ambos. Un varón (David) y toda una mujer (Aura, se llama). Una mujer que para mí no es una prima, sino una mujer, porque nos habremos visto unas veinte veces en total.
Comimos un arroz, y yo repetí mientras imaginaba cosas poco decentes y en absoluto verbalizables sobre mi prima. Con mi prima. ¿Qué debe ser de ella ahora? Vive lejos y relativamente feliz, asumo, con algún fulano que ya sólo la ve como su compañera de piso. No sé si tiene hijos, aunque vi fotos de críos. Quizá su marido ya sólo recordará cuánto la quiere si ella llega a morir antes que él.
Algunas noches me quedo en la terraza mucho después de que mis padres hayan bajado a dormir.
En un corral cercano hay una pequeña luz que se enciende de forma automática cada cierto tiempo. Sé que no hay nadie en esa casa. Asumo que alguna planta necesita de algún tipo de apoyo lumínico, pero no tengo ni idea de movidas de invernadero o similares.
El silencio es tal que puedo oír cuando salta el automático. A veces la sensación de quietud da miedo. No enciendo las luces de la terraza, por muy tarde que sea. Sólo para poder bajar las escaleras.
Trasteo con el móvil.
Hace unas noches, estoy casi seguro de haber visto un hombre de pie en ese corral, justo antes de que la luz automática se apagara. Sentí un miedo infantil, brutal, literalmente temblé. Duró sólo unos segundos. No racionalicé absolutamente nada. Y aún no lo he hecho. Para mí los fantasmas son un divertimento, una historia de terror. Pero igual que con otras de esas historias, no pienso en ellas como reales o imposibles. Sí lo hice durante un tiempo, desde mis diecisiete hasta mis veintipocos: el muchacho ateo, tan listo él, y tan ignorante y tan soberbio, tan irrespetuoso, tan gilipollas.
Sigo siendo poco creyente, pero mi personalidad ya no va con absolutos.
Vi la figura de un hombre, de pie. No era Salustiano. No era nadie a quien yo conociera. Mis padres dormían abajo. Cuando encendí las luces para irme (con el corazón en la boca), en el corral no había nadie. Nadie hacía ruido. Sólo algunos insectos.
He mentido en algo. He dicho que estoy casi seguro de haber visto un hombre de pie en ese corral. Pero estoy totalmente seguro de que lo vi. Estaría ahí si pudiera rebobinar la información de mis ojos.
Puntualmente doy largos paseos. La gente no está casi nunca a la vista. Los visitantes de ciudad sólo aparecen –a lo sumo– los fines de semana, y tienen sus vidas montadas en torno cosas muy distintas a mí.
Hoy domingo salgo con mis padres a tomar las once. Encadenamos aperitivos y bebidas en cuatro bares (tampoco hay muchos más). Yo aprovecho para emborracharme un poco. Mi padre bebe cerveza sin acohol, y mi madre tira de refrescos. Coincidimos con gente pero vamos a lo nuestro. En un bar cercano al Centro Cultural (que es esencialmente otro bar), mi madre dice que ese mismo local era el aula a la que ella iba cuando era pequeña. Su colegio.
Mis padres no cuentan esas historias fácilmente. Me quedo pasmado. No es que desarrolle su infancia, pero el solo dato me deja de piedra. Miro en torno incapaz de imaginar a mi madre con siete años sentada en algo semejante a un pupitre. Mucho menos al cura o la monja que debía dar clase, lo que debía hacerles a los críos, cómo les debían pegar o cosas peores. Me bebo mi cerveza, procuro saborear no tanto la cerveza como el momento.
Siempre existe el riesgo de cruzarse con algún viejo conocido, pero no sucede. Cuando salimos del último bar, empezamos a subir la cuesta camino a casa.
Ya no queda tanto para irnos.
Los muebles están como mínimo señalados. Ya están fuera o al menos tienen teóricos dueños. Algunos son necesarios hasta que nos vayamos.
Cuando estamos llegando a la puerta de casa, mi madre, como quien no quiere la cosa, y hablando de no sé qué unos pasos atrás con mi padre, menciona de pasada un aborto que tuvo de joven.
Mi padre le chista por si yo he podido oírlo. No sé qué reacción piensan que podría tener. Creo que simplemente hay cosas que prefieren no airear.
La verdad es que la nueva información no desata nada importante en mí. Por alguna razón, parece lógico que me haya enterado en el pueblo.
Para cuando estoy leyendo por la tarde en la terraza, ya apenas pienso en ello.
Jimbo. Hormigas. 9 de de agosto. Estoy esperando. Se supone que vamos al cine. Aunque nunca me ha parecido buena idea ir al cine en encuentros que puedan considerarse primeras citas. Marisa envía el gif de un corredor de maratón. Un campeón africano. Estoy sentado en un lugar inhóspito. En verano muchos lo parecen a ciertas horas, incluso en horas diurnas. Me preocupa el sudor. Es un banco a la sombra, pero desde los dieciséis años sudo a chorros en verano. Me obsesiona no dejar lamparones visibles en la ropa, lo que parece garantizar que aparezcan. La realidad es que aparecen tanto si pienso en ello como si no. Cuando veo esas escenas en que una pareja entra en un apartamento besándose y desnudándose recien llegados de la calle, me da la risa. En ese momento yo soy el hombre sopa. Tengo que ir al baño, adecentarme, paralo todo, quizá estropear el momento. No seguiré por ahí.
Procuro concentrarme para no sudar. Una gota va desde la punta de mi nariz hasta el suelo. Cae justo sobre una hormiga. La indiferencia moral para con los insectos parece un margen que Dios le da a la crueldad de los seres humanos.
Está claro que no nos hemos conformado con eso. Podríamos incluir también a los reptiles. La mayoría de amantes de los animales odian a casi todos los animales. La mayoría de seres humanos odian a casi todos los seres humanos. Son una amenaza más que potencial.
Siempre se habla de racismo y cuestiones similares, pero va más allá. El problema es que haya más gente. Dependes de ellos y a la vez te aterran. Nadie es bienvenido en tu paseo nocturno. No hay raza o condición en el sonido de los pasos de nadie.
Me quedo mirando la hormiga agonizante. Morir en un infierno salado. Cuando eras crío y aún no habían condicionado tu naturaleza, pisabas hormigueros con placer, le cortabas la cola a las lagartijas, arrancabas patas a las arañas… Un parque de diversiones. Sólo para ver qué pasaba. De adulto matas mosquitos con un insecticida eléctrico. Tú me picas y yo termino con tu vida. Un bonito ejemplo para el libro de Naturales. Normalmente quien tiene poder, lo usa. Cuando veo a personas abriendo ventanas y puertas para que el bicho de turno se vaya y así no tener que matarlo, tengo claro que la próxima guerra será una escabechina de Occidente.
Sólo son pensamientos. Quizá no se conviertan en balas o piedras.
Cuando oigo la frase: “es incapaz de matar una mosca”, prefiero pensar que es carencia de habilidad.
Mientras los “buenos” duermen o tienen carreras interesantes y separan la basura, los “malos” se encargan de trabajos mucho más sucios, a menudo lejanos, para mantener la ilusión de bondad de los buenos. Y cuando los “malos” vuelven a casa, o fallan, los “buenos” les acusan de ser malos, inferiores, crueles y malvados.
El Diablo se encarga de mantener viva tu fe en Dios. El Capitalismo alberga y alimenta a los comunistas más fieles a la causa. El Paraíso es una idea ya mucho más atea que judeocristiana.
La hormiga por fin ha muerto.
María llega y me ve ensimismado.
–¿Qué tal?
–He matado a una hormiga con mi sudor.
–¿En serio?… Yo estoy inflada como una pelota. Paella. Mis padres creen que pueden pisar el pedal indefinidamente sin que la colchoneta explote.
María Cadalso. Comida, cine y comida. 9 de agosto. Soy la gordita de mis papis. Como todos los padres, creen que aún tengo seis años. Quizá tres. Y estoy por ahí suelta, por el mundo, tratando con gente. Es absolutamente obsceno. Estoy bastante de acuerdo con ellos. La comida los viernes no me la puedo saltar. Tengo que ir a verles, contarles lo mal que me va sin ellos, quejarme de algo sin concretar exactamente de qué. Quizá insinuar en algún momento que ya hace muchos años que soy sexualmente activa. O intermitentemente activa. Y que no, aún no parece que vaya a formar una familia y vivir como si tuviera mi edad. Están plenamente convencidos de que su hija podrá hacer eso sin follar. También darles nietos.
Mi madre me rellena el plato como si yo fuera Bukowski y el plato una copa de vino.
–Mamá, ya vale.
–Pero si te gusta.
–No me hagas decir lo que me gusta.
La tele está puesta a un volumen insoportable. Hace años que cualquier sonido constante más fuerte que el del ventilador del ordenador, me da dolor de cabeza.
–¿Va bien en el trabajo? –dice mi padre porque no sabe qué decir.
–Aún lo tengo.
–Bueno. Eso es bueno.
Mi padre es tan buena persona que cuesta creer que haya podido hacer cosas y tener familia y una hija y dinero para comer y vestirse. Es uno de los pocos hombres de su edad que no ve partidos de fútbol ni está realmente politizado. Es como si sus obsesiones principales hubiesen sido el embutido y leer facturas.
Mi madre lleva siendo la misma ama de casa de los noventa desde los años setenta. No quiere saber nada de otra cosa que no sean sus cosas. Sus cajones, su ropa, su suelo, su techo, su cocina, su tele y su gente. Si oye algún discurso teóricamente feminista con mi padre, se ríe como si la intentaran convencer de que el gatito es un león voraz. Mi padre lee mientras tanto alguna factura o manosea su librito de pasatiempos. Albañil de toda la vida, siempre sucio, siempre recien duchado, siempre parco, siempre prudente y cariñoso, siempre a nuestro cuidado junto a mi madre. Mi familia es una auténtica amenaza para las cuatro prescriptoras de opinión que campan ahora por teles y medios “concienciados”.
Después de la rutinaria vuelta a los orígenes, voy hasta la estación, donde Jimbo me espera sentado en un banco. Vamos andando a un multicine de Sonora y allí todo parece el interior de una nevera. Ese ambiente frío y seco del que yo nunca he sido realmente amiga. Es como una bofetada comercial mientras ves la enésima peli comercial que a su vez es la enésima peli de la misma saga comercial. Es como si nada fuera auténtico y todo fuera como el aire acondicionado. No tanto fresco como frío y comercial.
La peli es lo esperado. Puro tren de la bruja digital vacío de cualquier contenido interesante. Y encima tiene “contenido social” a la moda, la señal evidente de que el vacío era total desde la concepción.
Pero hoy no se trataba de la peli, sino de quedar.
Marisa lo llama Comida, cine y comida. Comes a mediodía, vas al cine por la tarde, y se la comes a él por la noche después de una cena ligera.
No es que yo sea como Marisa, y sería largo intentar explicar bien mi relación con el sexo. Pero el sexo acaba llegando siempre. Y me suele gustar, aunque me incomode al principio. Es como si pudieras estropear un montón de cosas follando.
Con el sexo tienes que destapar la otra parte de ti. No hay manera de intelectualizarlo o convertirlo en algo irónico. O follas o no follas. O te dejas ir o no lo haces. El sexo sólo puede ser guarro, y sólo funciona con la parte guarra de ti.
Veo a mucha gente adulta y me resulta imposible imaginarlos follando. Tan rectos, tan educados, ingeniosos, finos, atentos, cuidadosos, delicados… ¿Cómo folla esa gente? Pero si piden perdón después de soltar un taco.
Sí, sé que no todo va de follar duro y decir salvajadas, pero en algún momento tienes que dejarte ser animal. No puedes creerte a nadie que diga que acuerda sus polvos, que elimina la espontaneidad de ellos, o que básicamente echar un polvo real e íntimo, con el porcentaje de descontrol que eso conlleva, es necesariamente una cuestión de abuso grave.
Últimamente el sexo ha ido mucho a juicio. Eventualmente alguien lo acaba llevando a juicio.
Es evidente que es cosa de animales. Algo ajeno a ningún tipo de pureza física o ideológica.
Jimbo abraza sin problemas –literal y figuradamente– mis formas de muñeca rusa intermedia.
Es comilón, lo cual está muy bien, y desde luego empuja con ganas. Creo que somos una buena pareja, y además hay un amplio margen de mejora.
Yo no grito tanto como Cristina o Marisa, pero también tengo mis arranques. Eso queda para los comprensivos oídos de Jimbo, que agradece cada una de mis reacciones.
Y también ha gradecido que sea yo la primera comilona. Comida, cine y comida. Es un buen orden, María, porque el tío se queda tranquilo. No todas se amorran al pilón, cariño, y a ellos, al contrario de lo que se ha dicho, ahora les gusta bucear casi siempre, te lo aseguro, como si estuvieran en la peli Abyss.
Paulino. Fotos y videos. 25 de julio. Mañana emprendemos el viaje de vuelta. Igual de largo, haciendo noche, zanjando otro asunto más. El pueblo, los muebles, la casa… No hay forma fácil de volver aquí. O sí, pero sólo como turistas. Mis tíos podrían acogernos, o se podrían ver los alquileres vacacionales. El problema es que mis padres son ya muy viejos. Están en esa fase de Hasta los huevos. Una fase intermitente, pero cada vez más presente. La vejez es señal de que has vivido, pero es una mierda para casi todo el mundo.
Jorge, un amigo mío, siempe dice:
–Un viejo rico muere follando con alguien joven. Un viejo simplemente se muere.
Una especie de vaga intuición me ha hecho hacer fotos de todo. Cualquier cosa vale.
Las escaleras que suben a la terraza (desde arriba y desde abajo).
El salón comedor (desde varios ángulos).
Todos los pasillos.
La cocina.
Un botijo que tiene literalmente más años que yo.
Varios periódicos de 1991 y 1992 abandonados dentro un mueble.
Una escopeta de balines.
Mi madre sentada en el sillón escuchando un transistor increíblemente viejo.
El transistor en detalle.
Mi padre bebiendo agua del botijo.
El dormitorio de mis padres (desde varios ángulos).
El televisor Grundig roto tan viejo como los periódicos.
La luz del sol entrando por cualquiera de las tres ventanas de la casa por la tarde (una suerte de recuerdo infantil).
Mi habitación minúscula sin ventanas.
Tres cromos de fútbol de los años noventa pegados en las paredes de mi habitación.
Un pequeño desconchado de la pared de mi habitación con la forma de Australia.
Apreté el botón de grabar video en la terraza. Sobre todo por el ruido de los pájaros, los bichos, el jaleo natural. Hago un paneo, muestro la sierra, se me oye respirar, sorber. Veo un avión comercial arriba, hago zoom y lo sigo durante unos segundos. Se llega a oír el zumbido de los motores.
Me meto en la garita de la lavadora: por alguna razón hay colgada y extendida una saca postal de 1965. Los números rojos en grande. Le hago hago cinco fotos.
Fotografío a mis padres evolucionando por la terraza. Los grabo en video sin que se den cuenta, hablando, chismeando, hablando de los compradores de la casa. Jóvenes. Jóvenes de cincuenta años. Hablando de muertos, de los vecinos, preguntándome de quién me acuerdo (de casi nadie).
Hoy le hago fotos al lavabo de la casa. Un impulso me lleva a la adolescencia más cruda. Coloco el móvil sobre el lavamanos, quiero que se vea bien determinado rincón. Y me grabo haciéndome una paja.
Jimbo. María Cadalso. 16 de agosto. Los tránsitos entre Periferia y Sonora hacen que el trayecto – en tren o en coche– parezca cada vez más corto. A veces confundo los lugares. Excepto si vamos a la playa. María dice que odia el verano a partir del día quince de agosto. Coincido. El calor ya es rutina y se me acaba la paciencia. María dice que no me preocupe tanto por el sudor. Dice que mi sudor no huele, y que a ella no le molesta. Sigo escribiendo, no sé muy bien el qué, cosas muy turbias, muy sexuales, violentas. Llevo el portatil a menudo conmigo. María no ha leído nada, aunque sabe que estoy sacando algo de mi organismo. Yo le digo que no se preocupe por su culo. Ella dice que para ella no es una preocupación, pero que cree que siempre va a ser más o menos así. Yo le digo que su culo no es ningún problema para mí, de hecho me gusta, y creo que ya se lo he demostrado con creces. Ella dice que le gusta sentarse en mi cara, pero que teme ahogarme o dejarme parcialmente sin oxígeno y que acabe teniendo capacidades especiales y todo se vuelva un eufemismo conmigo. Quizá me deje sin saber pronunciar las consonantes o algo parecido. Quizá el resto de mi vida lo pase rodeado de gente que no se atreva jamás a contar chistes o reír con ganas. Rodeado de toda esa “gente buena” infernal, que respirará aliviada en casa después de haberme visto intentar construir frases. Le digo a María que no creo que su culo acabe afectando a mi capacidad para hablar y decir gilipolleces. No dices gilipolleces, me asegura, sólo eres un poco gilipollas a veces, pero yo también. Bendita humanidad, le digo al cielo. Estamos en la playa y el calor nos deja embobados. Ella me ha extendido crema y yo he hecho lo mismo con ella. Estamos solos, excepto por todos los desconocidos. Ahora sólo recuerdo a mi ex para darme cuenta de cuánto llevo sin pensar en ella. Suena contradictorio, pero no se trata tanto de recordarla o no como del estado de ánimo. Noto que empieza a darme igual. Deberías dejarme leer tu… cosa, dice María, porque si descubro que eres una especie de Ted Bundy, quiero tener algo que decir cuando te hagan el documental, o la serie documental, quizá tenga un par de temporadas, ¿cuánta gente has matado ya? No lo sé, dudo, veinte, ¿treinta?, no me gusta presumir. Espero que todo sean mujeres, dice María, me gustan esos documentales, me gusta cuando se ponen políticos y empiezan a hablar sobre el monstruoso hombre blanco. Todo son mujeres, aseguro, todas como tú, el mismo perfil, todas creen que lograrán cambiarme. Ah, claro, dice ella, la vieja obsesión femenina, convertir al psicópata a base de polvos. Cuando vaya a la cárcel, aseguro, recibiré muchas cartas, es algo que debes tener en cuenta. Entiendo, asiente, hibristofílicas; entiendo a esas tías, el morbo; no sé si yo lo haría, pero las entiendo; entiendo a mucha gente, incluso a los antiabortistas. Entiendo a toda clase de chusma.
Le paso el portatil y lo abre, y abre el documento de nombre “XXX”.
Y entonces ato y amordazo al tío porque quiero que mire. Y después ato (pero no amordazo) a la tía porque no quiero que se mueva. Y después. Y después. Y después. Y un poco más tarde, cuando ya he machacado a la chica con un mazo contra el suelo de madera, hasta dejarla convertida en una pulpa sanguinolenta espesa, roja, marrón y con los huesos reducidos a astillas mezcladas con las astillas de la madera, le quito la mordaza al tío, y le pregunto qué opina.
Tengo que darle varias bofetadas hasta que se decide a hablar. Al principio se muestra poco elocuente. Luego se pone a llorar (ooootra vez), y tengo que esperar a que se vuelva a recuperar. Y entonces le pregunto;
–No me ha quedado claro, ¿era tu novia?
Y al tío le da por vomitar. Y no me queda más remedio que blandir el mazo amenazadoramente para ver si se tranquiliza y se vuelve articulado y me dice lo que siente. Porque si no todo esto no habrá servido para nada. Hacer amistad, hacerme el ácido pero inofensivo, hacer bromas, traérmelos al piso a beber la última (con unos polvitos), quizá a hacer un trío… Recuerdo cuando un trío me parecía el colmo de la depravación.
Y entonces. Y entonces el tío se vuelve un deslenguado. Porque se cabrea. Como si algo, una fuerza primitiva que ha tenido dentro siempre amordazada como lo ha estado él, le hiciera sacar fuerzas de flaqueza. Y se vuelve pura naturaleza, se vuelve mamífero o recuerda que es un animal, y que puede hablar, follar, comer o matar. O hablar para follar, o matar para comer. Parece respirar un aire nuevo, notar cosas nuevas en el aire. Y lo aspira, y dice yo no quería nada con esa tía, estoy hasta los huevos, no la conocía, no conozco a su familia, no sé lo que hace, la conocí ayer y follamos y hoy quería volver a follar, pero no la conozco, y hoy me dijo que tenía la fantasía de tener dos pollas y te hemos encontrado a ti. Pero yo no he hecho nada, no siento nada, no tengo culpa de nada, no hago nada malo, sólo quiero salir de aquí, no quiero más de esto, no quiero tener esto en la cabeza, como la chica gritando mientras yo le rompía los huesos con el mazo. Como ahora, que veo que el tío ha logrado desatarse, y veo la furia en su cara, y no me da tiempo a levantar el mazo, y me alegro por él, me alegro tanto por él, y me alegro por mí, y creo que a partir de ahora, de forma gradual, todo podría empezar a ir mejor para todos.
María Cadalso. Piscina privada. 18 de agosto. Mira mi biquini de Hello Kitty. Todos lo aman. Todas esas cabecitas blancas tan monas con un lacito rosa. Todo sobre un fondo blanco. Todo tan infantil y tan adulto y tan perverso. Hay bastante gente por aquí, quizá alguien se ofenda o se ría. Yo soy bastante crítica con la infantilización de la sociedad, pero defiendo la diversidad de vestimenta con cerebro. Quizá esté siendo la mar de irónica. Puede que lleve este biquini porque odio este biquini y a Hello Kitty. Quizá si Hello Kitty fuera una gatita o un furro o lo que sea de carne y hueso, la metiera en un saco y la estampara contra la pared hasta que alguien me grabara y hacerme famosa al estilo loca del coño.
Pero la verdad es más aburrida. Y es que Cristina me ha arrastrado a otro sarao. Esta vez es un rollo diurno matinal de lo más retorcido. Todo el mundo a la luz del sol, una orgía de crema solar mientras retozas por el césped. Y como la invitación al evento ha surgido de forma espontánea, una chica rolliza de lo más encantadora me ha dado acceso a sus cajones.
Es largo y aburrido de explicar.
Estamos en un casoplón con piscina privada. Las anfitrionas son dos lesbianas ricas que rondan los cincuenta. Al parecer una de ellas escribe libros de autoayuda, y ha conquistado el mercado de la sección de colores pastel de la mitad de las librerías del mundo.
Empiezo a notar que es una fiesta exclusivamente de lesbianas, y noto a Marisa algo perdida. Cristina disfruta de los cocteles y parece poco interesada en buscar tíos, rollo, compañía para decir cosas grotescas en la cama.
Intercambio mensajes con Jimbo y procuro no enzarzarme en ninguna discusión política. Creo que el biquini ayuda a mantener lejos a las mentes privilegiadas que creen ir cincuenta años por delante. Ya he detectado alguna cara conocida. Cristina se ha movido cerca de los círculos de influencers activistas. El negocio de la “opresión patriarcal” está moviendo pasta en serio desde hace unos años. Oí decir a Jorge que ahora es como el auténtico fútbol femenino. Ahí es donde encuentras los calentones, las discusiones, a las estrellas, y cada vez a más tías ricas gracias y a la vez por culpa del maléfico capitalismo. Un día oí a una de esas tías hablar de lo necesario que era instaurar un “nuevo marxismo con ideología de género”.
Los conceptos abstractos están a la orden del día. La política líquida. Ni siquiera promesas, sólo sueños, deseos, un rollo tipo Navidad todo el año. La perspectiva de un mundo sin crímenes ni sufrimiento. Luchar (teóricamente) por ese mundo imposible, ha hecho que corra el dinero como la sangre por la polla de un actor porno. Las empresas y los partidos políticos siempre necesitan estar a la moda. Y si la moda es un discurso ideológico, por bobo que sea, se unen a él y lo abrazan, y el dinero sigue corriendo.
Pero el dinero habla, y si con el tiempo deja de decir lo que uno quiere, el péndulo vuelve hacia el otro lado y el Relato cambia.
¿Y la realidad? La realidad es algo completamente distinto. No puedes vender realidad, es demasiado complicada, se puede rastrear demasiado hacia atrás en el tiempo, y en mil direcciones, y por mucho que creas que sabes de ella, siempre surgirá alguien que sabe más que tú.
Tienes que mantener las cosas en el ámbito comercial, en el ámbito político. Ha de ser una idea sobre lo que ha pasado en lugar de lo que sea que haya pasado, porque vete a saber tú a quién beneficia eso. Quizá a nadie.
Chapoteo en la piscina. Creo que les gusto a un par de lesbianas. Nunca me ha convencido el tortilleo, ni siquiera por curiosidad. Lo anticipo todo demasiado chicloso y húmedo en una mujer. Y esos dedos finos, y ese pubis en modo descampado, quizá con un pequeño arbusto… No lo veo. No tengo a dónde agarrarme, con qué complementarme. En lo que a mí respecta, y aunque hay mujeres muy bellas y estilosas, no entiendo qué le ven los tíos heteros a las mujeres en lo sexual. Simplemente es un misterio para mí.
Y no digamos para Marisa, que se ha puesto a hablar con el único pavo del lugar. El tío que controla la barra. Marisa no es capaz de estar mucho tiempo sólo con mujeres. No lo explica ni lo defiende ni lo deja de hacer; simplemente es su modo de actuar. Su cuerpo se mueve y ella lo sigue. Marisa es absolutamente resfrescante. Si yo fuera una cursi, diría que es mi mejor amiga. Está pero también sabe no estar, te escucha pero no te toca el coño, no te da sermones, no es religiosa en modo alguno, no está obsesionada con lo de ser mujer. Se percibe como persona. Es graciosa, inteligente y una auténtica bendición.
Vamos, si me preguntas a mí.
A veces la abrazo fuerte y ella se queja. Lo hago en broma y en serio. Lo hace en broma y en serio. La abrazo fuerte y digo:
–Te follaría.
Porque sabe que es imposible.
Lo hago ahora. Abrazarla, no follármela. La separo de la barra y me dice que se prepara algo en el Edificio Iris. Ese homenaje arquitectónico al capitalismo. Mi yo de dieciocho años gritaría de pura indignación. Mi yo de ahora, ya muy rebotada en el pinball de las doctrinas y las memeces, dice:
–¿Qué se prepara exactamente?
Paulino. De vuelta. 26 de julio. De crío me daba pena irme del pueblo. Y me encantaba irme del pueblo. Me consideraba un niño guay de ciudad. Jugaba al fútbol, al baloncesto, sacaba malas notas, me volvía gradualmente incomprensible. Me quejaba con actos de haber nacido. Y a la vez me aprovechaba de ello. Me iba con amigos por cerros inmundos, buscando revistas porno de páginas pegadas. Recuerdo el olor del semen reseco ajeno. Había chavales mayores que compraban o robaban una revista, la usaban una vez, se corrían dentro y la tiraban en el monte bajo. Así recuerdo mi infancia; mucho fútbol, monte sucio, revistas porno y mendigos. Y grúas, había grúas por todas partes. La ciudad entera era un campo de cultivo de grúas. Me encantaban las grúas, imaginaba a los obreros escalando por ellas, cayendo, gritando, todo un espectáculo. El sufrimiento del mundo como forma de gozo. Como digo, yo no había pedido nacer.
Ahora voy camino a niguna parte en el autobús, drogado de llevar veinte horas sin dormir. Un colocón natural. Mis padres duermen, yo existo. Periferia es ninguna parte, Sonora es donde vas a la playa. Las ciudades son cada vez más impersonales, “multiculturales”, como dicen los más pijos y alejados de esa multiculturalidad. Las ciudades son ese lugar donde viven los que se quejan de que se están vaciando los pueblos.
Si ahora mismo encontrara una forma de dormir en el autobús, todo sería distinto.
Si miro por la ventana, me veo a mí mismo mirando por la ventana: una jeta donde antes había una cara.
El conductor del autobús es una conductora que es la viva imagen de Vanessa Carlton. No paro de mirarla por el espejo retrovisor central, y ella no para de pensar que todos vamos dormidos. Su expresión natural con la vista fija en la carretera, la mirada de quien ya ha hecho esto un millón de veces. Recorrer arterias mientras el resto del mundo duerme.
Pienso en las cosas que haré cuando llegue a casa. Espero que las menos. Estos días han sido intensos. No difíciles, pero sí intensos. Procuro pensar lo menos posible en el futuro. Procuro pensar lo menos posible en el pasado, ese páramo lleno de oportunidades desperdiciadas, ignoradas.
Ojalá pudiera dormir; en general, pero sobre todo ahora. No hay nada a lo que atender. Así es como deben volverse locos los mendigos, pienso, con un cúmulo de horas que no sabes llenar. Y que luego son días y semanas y meses. Y para cuando te mueres de frío o de hambre o de asco, la cosa no cambia sustancialmente.
Jimbo me envía un Travolta desubicado. Yo le envío otro Travolta desubicado. Él me envía un nuevo Travolta desubicado. Yo le envío un Travolta desubicado más. Tal que así, se produce un intercambio de unos treinta mensajes. Ni siquiera le digo que estoy volviendo del pueblo. Luego me dice que se va a dormir.
Jimbo. Aporreando. 20 de agosto. Estando en un almacén en un curro de mierda de cuando eres joven –la misma clase de curro de cuando no eres joven–, escribí un cuento en un tiempo muerto. El agua salada del mundo seguía siendo salada, pero era sangre. Era muy guay, yo estaba creando, ¿vale? Porque iba en una Toyota, una carretilla elevadora, un toro, un vehículo para el que entonces no pedían carné, y el ordenador cutre de a bordo no escupía pedidos, y con mi bolígrafo de emergencia y un trozo de cartón, podía ser un artista. No recuerdo cómo era el cuento, pero esos mares y océanos de sangre ya me parecían suficientemente interesantes, y seguramente no hice más que sobrevolarlos, rodearlos, insistir en esa imagen, porque tenía un principio respecto a la ficción en el que creía firmemente (aún lo hago a veces): cuanta más sangre, mejor. Y creo que sería un buen profe de escritura creativa, porque ese tipo de teorías chorras son las que ponen a la gente a escribir. Deja fuera las grandes motivaciones o aburridos mensajes, deja de machacar a los autores clásicos con tu coñazo de ensayo que los mata en clase. Diles a los jovenes que pueden ser malos escribiendo, que pueden ser terribles, malvados, hacerles hacer cosas nauseabundas a sus personajes, hacerles bucear en la mierda de tu cerebero. Y todo sin consecuencias. Todo está en la página, en la pantalla, y a veces, con suerte, en la cama. Últimamente están pasando cosas buenas en la cama. Créeme, la mayoría de veces hablo por hablar, y eso es lo más valioso con diferencia.
María Cadalso. Edificio Iris. 23 de agosto. Se abre el ascensor en el nivel de la azotea, y nos recibe una chica con porte de gimnasta y una especie de mono rosa ajustadísimo al que ha enganchado varios globos. Toda ella brilla de purpurina y maquillaje, o quizá sólo de tan buena como está. Nos ofrece un globo a cada uno. Toda la pandilla de Sonora. Otra fiesta pija. Quizá el contacto era de Cristina, o de Jorge, esta vez no lo sé. Jimbo se arrima a mí, también Marisa, impresionados por la Señorita Globos, que es como la llamaremos el resto de la noche. Reparte globos, bebidas, quizá drogas, y algún que otro polvo para algún afortunado. El DJ de turno ha puesto R.E.M. (What’s the Frequency, Kenneth?) a todo volúmen. Asocio R.E.M. al verano, a tener el coño sudado, a bailar (cuando yo nunca bailo), a ser joven aunque ya no lo sea. Óscar dice que las azoteas rodedadas de rascacielos son Nueva York incluso fuera de Nueva York. Es una cuestión de cultura pop. Y no es que le falte razón, pero eso no explica por qué Cristina se ha puesto a morrearse ahora en público con Jorge. Lo que deja entrever un mundo lleno de mentiras estos días atrás; de parloteo encriptado; de pistas a las que no hemos atendido. Óscar les señala con el dedo, y dice:
–Eso es lo que os decía.
Y no entendemos a qué se refiere.
Es más difícil no beber que beber. El todo gratis a veces pasa en entornos pijos, paradójicamente. Un día alguien muy rico y aburrido decide darse un homenaje. Y darse un homenaje es gastar. Es parecer generoso al menos un día. Es incluso adoptar niños pobres para que los cuide un batallón de latinas.
Cuando conocemos a la anfitriona, sabemos que un día tuvo una cara. Se da dos besos aéreos con Cristina, y al resto nos saluda como si fuésemos el servicio judío en una cena de oficiales del Tercer Reich.
Está bien. La perdonamos porque es divertida, y porque sabemos que un día tuvo una cara, y quizá su nueva cara no permita el rango necesario para dejar traslucir sentimientos complejos. Quizá disgusto con unas gotas de comprensión. O asco con un espolvoreado de gracejo.
Mientras la señora de edad indeterminada se aleja, Cristina trae a una célebre influencer y nos la presenta. Sabemos quién es, y parece una broma retorcida de Cristina, que además se aleja con Jorge, con seguridad a tragarse su ADN en algún rincón semiprivado.
La tía se pone a hablar con nosotros, y deducimos que debe haber venido sola, o que alguien la ha dejado tirada. Cristina nos ha tomado por una ONG de influencers en apuros.
Jimbo es amable por defecto, el pobre, muy imprudente. Óscar más o menos lo mismo, aunque más bien sigue varado en el planeta Óscar. Y Marisa parece más reservada, porque la influencer es mujer, y por tanto a priori carente de interés para ella.
Y es entonces cuando me empiezo a poner muy nerviosa, porque la tía habla en clave influencer, se cree que está en su podcast o algo así, y nos empieza a meter un sermón sobre su vida sentimental y cómo por fin está «sanando». Porque al parecer, dice, antes a ella le gustaban los tíos decididos, masculinos, «protectores», esa clase perfil; incluso dice: «proveedores». Dice que antes eso le ponía, le ponía de verdad. No soportaba ni siquiera que un tío ganara menos dinero que ella. O quizá sí, eso podía tolerarlo, pero no le gustaba que un tío llorara, que tuviera momentos de auténtica y visible debilidad.
–Eso no me ponía en absoluto… Pero con los años he sanado. Años de terapia, de darme cuenta de lo que el patriarcado había metido en mi cabeza.
Ahí está, la carta del patriarcado.
–Y ya. Ya no soy esa mujer. Ahora clicho a los tíos, ¿sabéis? Y…
No puedo más.
–Perdona.
Vuelve la villana de Tim Burton.
–¿Sabes a qué me suenas?
–¿Cómo?
–¿Sabes a qué me suenas?
–…
Marisa bebe de su cubata con pajita con gesto inocente. Jimbo y Óscar consultan sus móviles, y algo muy importante debe haber pasado, porque eso copa toda su atención.
–Me suenas como los gays que se sometían a una terapía de conversión y decían que se habían curado.
Cristina, como una actriz que oye su pie, vuelve con Jorge, y capta la atención de la influencer.
–Cariño… Ya ha llegado Prox. ¿Vamos a verle?
–¿Eh?
–¡Vamos! ¿Qué te pasa?
Y Cristina sacude la mano mientras nos mira.
–¡Chau chau, hasta ahora!
La influencer se vuelve a mirarme mientras se la llevan. Quiere mirarme. Pero creo que no sabe cómo. Tras mirarme, pensaría en algo que decir, pero aún le da vueltas a lo que le he dicho. Creo que no está segura en absoluto, que no lo estará en horas, y que luego, justo antes de que le haga dudar, lo enviará a la papelera de reciclaje y lo eliminará.
Cuando llega hasta donde está el streamer Prox, aún se vuelve en mi dirección. Finalmente toma una decisión. Levanta la mano derecha y me saca el dedo corazón. En sus labios puedo leer: «puta».
Paulino. Paulino, Jimbo, María Cadalso. 23 de agosto. El tiempo en Periferia es el tiempo en Sonora es el tiempo en cualquier ciudad. Estos días he visto sólo puntualmente a mis amigos. Amigos, conocidos, amigos con ciertas rencillas, e incluso amigos que te caen mal. Amigos que antes te divertían y ahora son un plomo, clasistas, aburridos, amargados, atados, convencidos de ser mejores que tú. Pero a veces funciona así y a veces no. La condición es mutable. Son muchos años de las mismas caras. Jimbo, Jorge, Óscar… Y varios satélites. Llego al Edificio Iris y está plagado de gente, complicaciones, proyecciones de futuro. Uno querría saber cuántas embarazadas accidentales saldrán de aquí. Cuando se abre el ascensor me recibe una chica con globos pegados que tiene muchas papeletas. Echar un polvo a pelo con la de los globos. ¿Puede haber algo más excitante? Pero un bebé viene a matar el sexo. Después todo se convierte en sexo de autoayuda, o eso parece. Un montón de tías en Instagram asegurándote que existe el sexo después de los hijos. Si te suscribes a su canal, lo descubrirás.
Jorge me ha asegurado que esto iba a ser la leche. Las mejores fiestas son las fiestas de los pijos, porque son imprevisibles. Hasta puede llegar a morir alguien, dice. Me ha estado machacando la oreja por teléfono.
–Todo se acaba, tío.
Me ha estado repitiendo esa frase sin parar. No sé porqué. Iba claramente colocado de hierba.
–Todo se acaba, tío.
Cuando logro encontrar al grupito, veo que también han venido las chicas. María, Cristina, Marisa. Marisa habla mucho conmigo. Nos hemos encontrado sólo tres veces más. Habla mucho conmigo, pero no sé si quiere follarme o hacerme de madre. Quizá ambas. ¿Antes las parejas no eran así?
Lo irónico es que un grupito que ha estado dos plantas más abajo (al parecer hoy hay tres plantas dedicadas a beber alcohol), han salido del ascensor con la cara blanca, pero a la vez como si contuvieran la risa. Como avergonzados, pero divertidos, pero un punto apesadumbrados. Y una foto ha empezado a circular. Me la ha pasado Jimbo. Y es que al parecer estaban ahí abajo bebiendo, y han decidido hacerse una foto de grupo con el gran ventanal detrás. Una panorámica nocturna de Sonora.
Y justo cuando el móvil ha disparado, por la parte de afuera de la ventana pasaba alguien. Más bien caía.
Jorge me ha rodeado con el brazo;
–Te lo he dicho. Puede llegar a morir alguien.
El documento es terrorífico e hipnótico. Un tío de unos cuarenta años, rubio, ha saltado (no se ha caído) desde la azotea. Ha logrado salvar el cristal antisuicidios. Y justo cuando se hacía la foto, pasaba por allí. Y su cara es la de alguien que se ha dado cuenta. Sus últimos segundos de vida inmortalizados. El semblante podrido de miedo de alguien que se ha rendido.
Los ojos como platos, la boca deformada por el pánico acumulado, la piel blanca de su cara enrojecida de sangre, las gruesas, moradas venas del cuello, la camisa blanca, la corbata aleteando.
Y abajo un estallido de vísceras, sangre y huesos machacados sobre/contra la acera.
Aquí hay aceras por todas partes.
La fiesta no se detiene. De hecho parte de la gente no se ha enterado de lo sucedido. Marisa me dice que respeta el suicidio, pero que no tiene estómago para afrontarlo. María lo llama «eutanasia unilateral». Cristina se come la boca con Jorge, otra vez. Jimbo dice que le han dicho que el tío se acaba de enterar de que alguien le ha denunciado por violación. Al parecer estaba ya en las últimas. Arruinado. Era un pijo ya sólo en apariencia. Y hace un año perdió a un hijo adolescente adivina cómo.
Eutanasia unilateral.
La información corre de forma obscena.
Veo al mismo Jimbo después, discutir, o hablar, o intentar arreglar algo con una mujer. Al acercarme disimuladamente, veo que es su ex. En realidad parecen relajados, aunque preferiría no saber en qué va a quedar la cosa. No hay nada que más pereza me dé que un culebrón real, incluidos los míos.
Aunque he de reconocer que lo del suicidio ha sido interesante.
Terrible y todo eso, pero qué quieres que te diga.
Veo que Jimbo le presenta su ex a María, como quien no tiene más remedio. Cruzamos la mirada por un momento. Parece darse, por un instante, un aire a Robert Oppenheimer.
Sale gente sin parar del ascensor. Muchos querían ver el follón del suicida abajo. La persona convertida en mancha al estilo Pollock. El suicidio masculino está mediaticamente varios peldaños por debajo de, por ejemplo, la polémica de los toros. Es una celebración asquerosa, desde luego, ese animal sufre lo indecible. Si por lo menos fuera un hombre.
María va a saludar a alguien, Marisa la acompaña, y Jimbo aprovecha para cruzar unos cuantos memes verbales conmigo. Nos llevamos razonablemente bien para ser amigos de casi toda la vida. Cuando éramos adolescentes, fui muchas veces a su casa. Una vez, la puerta estaba entornada. Levanté un poco la voz. Saludé. Me extrañó que nadie contestara. Me invadió cierta paranoia. ¿Estaría quizá toda la familia asesinada en el salón?
Decidí entrar en la cocina antes de ir al cuarto de Jimbo.
Abrí la puerta y vi que Jimbo estaba solo, de espaldas, con los pantalones a medio bajar.
–¿Juan?
Y una tarta de nata cayó al suelo. Y Juan, Jimbo, se abrochó los pantalones con la polla toda pringosa.
Me hizo prometer. Pero aun así acabé contando lo que había visto. Ahora me arrepiento. ¿Que a quién se lo conté? A nadie, eso es lo peor de todo. A una chica que me gustaba, que no veo desde aquella vez. Una chica con la que quería tener algo. Ni siquiera algo, sólo meter la mano en sus bragas, o al menos oler su bragas, su coño, follármela como sólo puede querer follar un adolescente.
Y eso cambió las cosas. No las destruyó, pero digamos que fue como construir una ciudad dormitorio donde antes había parajes idílicos, cataratas impresionantes y chistes de pollas.
En el funeral de su abuela, años después, Jimbo leyó en la iglesia su texto para el libro de condolencias. Mencionó la manía que tenía la mujer de dejarse la puerta abierta cuando se iba a dar un paseo.
–No entendías que así podía entrar cualquiera, yaya.
Después leyó la primera carta de San Pablo a los Corintios, típica de las bodas y no de los funerales. Causó cierto revuelo.
Jimbo habla del pueblo, y yo le hablo del pueblo: le hablo de Salustiano, de fantasmas, de mis tíos, de mi amigo Jaime. Le digo que no paro de darle vueltas a algo que me dijo.
Ya no jugamos al fútbol.
La síntesis perfecta de lo que está pasando.
Las chicas vuelven. La conversación cambia. Las chicas, mujeres adultas con hombres niño, como suele pasar. Pero las mujeres gustan de decirse chicas a veces.
Cristina se acerca también a saludar. Nos señala a Jorge, que está ensimismado. Óscar bebe cerca de él, pero apartado.
Jorge observa el paisaje de Sonora. Le ha dicho a Cristina que necesita estar un momento solo. Ni siquiera mira el móvil. No tiene un cubata en la mano. No ha bebido tanto como para estar borracho.
–Ha comido mucha más lengua… –dice Cristina.
Y también dice:
–No lo sé. Puede que ya haya encontrado lo que buscaba.
Miro hacia arriba. Pasa un avión comercial. Imposible oírlo aquí, pese a que ya hace maniobras para aterrizar. Veo con claridad su panza, parcialmente iluminada. Miro como cuando tenía diez años y miraba. A veces alcanzo otra vez ese nivel de lucidez.